El padre que no se deja matar
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Hay una pregunta que insiste en estos tiempos y que parece no tener una respuesta concisa, o al menos única.
¿Qué hace posible este resurgimiento a nivel global del liberalismo, de los modelos que resultaban hasta hace no tanto tiempo anacrónicos y perimidos? Qué hace posible el avance de otro fascismo, en una nueva versión de violencia discursiva (y no sólo discursiva), sostenido por personajes que por su absurdidad parecen pertenecer más a la ficción que a la realidad, y que muestran una adherencia al poder como si fuera una propiedad particular y no un mandato temporal otorgado por otro, desconociendo, a su vez, que ese otro también tiene el poder de revocarlo. Sobran los ejemplos sólo al pensar en los nuevos representantes que actualmente gobiernan buena parte de América, de norte a sur.
La pregunta insiste: ¿Cómo es posible tal resurgimiento y con tales personajes sosteniéndolo? Y la respuesta no llega. Se podrían plantear algunas hipótesis con la idea de dar explicación a algo que parece no tenerla.
Una de ellas sería pensar que este fenómeno no es autónomo y no tiene fuerza en sí mismo sino que surge como reacción o efecto. En el caso de una reacción como respuesta a una acción anterior. En el caso de un efecto, como respuesta a una causa antecedente ¿Y cuál sería esta acción, cuál esta causa?
Ayudaría tal vez hacer uso de algún mito, cómo se ha hecho a lo largo de la historia para poder entender lo inentendible, lo inexplicable. En este caso adaptando el utilizado por Freud en Tótem y Tabú podríamos intentar responder.
Sabemos, y notamos a diario, que existe una fuerza social imparable que surca el mundo y que está protagonizada principalmente por las mujeres. Sin usar la palabra feminismo que parece irritar tanto y que exacerba el uso de adjetivos peyorativos para justificar la desvalorización de género, se podría decir que la mujer representa hoy a toda una franja social que se insiste en nombrar como minoría, y que, sin embargo, por el poder de su fuerza, tanto cualitativa como cuantitativa, no se corresponde en absoluto con esta denominación. No existen las minorías. Existen las mayorías invisibilizadas.
Las mujeres, sobre todo las nuevas generaciones de mujeres, están cuestionando el modelo patriarcal con toda la potencia (y el uso de esta última palabra no resulta fortuito). Están poniendo palabras donde antes se insistía con el silencio. Están poniendo límites a un padre que no los tenía. Están intentando matar simbólicamente a ese padre que quiere seguir disfrutando de sus prebendas y privilegios a cualquier precio. Y esta muerte se hace necesaria si es que se quiere que la cultura siga avanzando. Se hace necesario que ese padre muera para que advenga una modificación de la cultura que incluya a los que han quedado afuera teniendo los mismos derechos, y que, además, a lo largo de la historia han tenido tal vez el doble de obligaciones.
Mujeres, migrantes, pobres, negros, habitantes de países periféricos (y aquí vale la pena preguntarse: ¿periféricos con respecto a qué tipo de centro de referencia?). Excluidos del reparto, sometidos a un trato desigual propio de la infancia. Dependientes de un padre que dicta lo que corresponde o no, de acuerdo a sus arbitrios hormonales.
Y aquí aparece el conflicto: este padre no se deja matar, ni siquiera se deja correr para abrir el camino. Al contrario, emerge con toda la violencia, y fuera de toda lógica ordenadora. Aparece la reacción, el efecto. Se agranda la figura en personajes caricaturescos que sólo pueden sostener una posición más allá de toda razón o verdad. Que, justamente, necesitan crear una posverdad que los sostenga fuera de toda equidad. Hay un padre que no se deja matar y que anuncia que él matará (y ya no sólo simbólicamente) si acaso se atreven a cuestionar su poder absoluto, totalitario.
Existe una afirmación, que como toda afirmación puede ser cuestionada, que podría aportar cierta mirada optimista en cuanto a la resolución de este enfrentamiento que se hace cada vez más extremo. “Para debilitar algo primero hay que robustecerlo”. Si se hiciera caso a esta premisa se podría tener una visión pacífica del futuro. Si no, quedaría pensar en el choque inevitable de tales fuerzas contrarias, con la violencia como marco. En las revoluciones siempre han rodado cabezas. Es el precio que históricamente se ha pagado por establecer un nuevo modelo de inclusión.
No es tan fácil matar a un padre. Tenemos ejemplos no muy lejanos en Argentina, donde aquellos que lo intentaron murieron y desaparecieron. Sin embargo parece ser que esta vez la mujer despliega una fuerza que está más allá del personalismo, que se arma horizontalmente, fuera del verticalismo patriarcal. Una fuerza que es como una marea que sube. Impregnando todo lo que encuentra a su paso. Y se dice que lo único imparable es el agua. Lo único que no puede detenerse aunque se le opongan fuerzas contrarias de cualquier tipo.
Perla Hardoy
Escritora y Psicoanalista
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