ANTROPOSMODERNO
La ficción, antes y después de 1976
Beatriz Sarlo

Los libros, se sabe, no siguen los mismos períodos que la política: empiezan a ser escritos mucho antes de que se los conozca y su publicación establece una cronología dudosa. Sarlo recorre aquí los textos y autores que señalaban, ya antes de 1976, la emergencia de algo nuevo, una exploración estética y política inédita hasta entonces. La eficacia de la dictadura ”afirma Sarlo” no ha sido tanto la de silenciar por completo a esos autores, sino la de cortarles la posibilidad de circular y ser leídos.

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Los años anteriores al golpe de estado no fueron, para la literatura, solamente una antesala del porvenir, donde cada uno esperaba lo inminente y ocupaba el tiempo preparándose para un hecho que iba a ser tan terrible como duradero. Después de treinta años llegó el momento de evitar estos anacronismos. No es sencillo: el anacronismo es un rasgo de la mirada sobre el pasado, ya que una historia sin anacronismo es utópica; pero es engañosa la hegemonía de una memoria que cree recordar y, en verdad, recuerda poco.

La literatura no está soldada a las mismas periodizaciones que la política. Los libros comienzan a ser escritos mucho antes de que se los conozca y su publicación establece una cronología dudosa; los libros vienen de más atrás y siguen escribiéndose secretamente porque, respecto de la realidad, no tienen el deber del periodismo o de la crónica.

La literatura no se inclina con una disciplinada simultaneidad frente a los acontecimientos de la radicalización política, el terrorismo de estado comenzado por la Triple A, el golpe y la inmensidad de la represión.

Sin duda, los acontecimientos presionan sobre la literatura; el verbo "presionar" describe bien la relación de aceptación y rechazo, de persistencia de lo anterior y emergencia de lo nuevo que caracteriza las relaciones entre el arte y la historia que le es contemporánea. Excepto en el caso de libros filibusteros, que salen a la captura del presente con espíritu de aventura o de lucro, o de autores impermeables a los ritmos de lo actual que borran cualquier huella del presente. Es ilusorio periodizar la literatura como si se tratara de mensajes típicos de los medios donde todo deriva de las consignas del momento y los cambios no responden a necesidades estéticas sino a una gestión industrial de lo simbólico.

Rodolfo Walsh

En 1974 o 1975, no era posible prever la magnitud del impacto de la "Carta Abierta a la Junta Militar" de Rodolfo Walsh, de marzo de 1977, en primer lugar porque la prensa ?entre otros, el diario La Opinión leído por la izquierda intelectual y política?, cuando aludía al futuro golpe lo presentaba como una intervención que vendría a ordenar la violencia de esos tiempos y no como una irrupción asesina radicalmente nueva.

La carta de Walsh ("quince mil desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos") no se anunciaba y su escritura fue un acto de imaginación estratégica y no sólo de coraje desesperado. Su difusión masiva tuvo lugar varios años después, cuando dejó de circular como un samizdat para convertirse en una de las piezas de la consagración póstuma de su autor, consagración que no replica el lugar que tenía en los años setenta sino que lo magnifica de modo inesperado en aquel entonces, sobre la base de cambios políticos, pero también sobre la base de cambios en los gustos literarios, cuando el non fiction deja de ser un género del periodismo para convertirse en un género de la literatura.

Sin duda, Ricardo Piglia ya era fanático de Walsh en los setenta, pero el lugar de Walsh (que hacía varios años que no publicaba un libro completamente nuevo) no era el que hoy ocupa. Y comienzo por Walsh ya que, visto después de treinta años, parece el escritor emblemático de la radicalización política que precedió al golpe de estado. Walsh había publicado Quien mató a Rosendo en el periódico de la CGT de los Argentinos en 1968; ya habían pasado algunos años y su actividad se había convertido en fundamentalmente política.

La recolocación de Walsh después de 1984 tiene tanto que ver con la ideología (la reivindicación y el homenaje a los militantes asesinados) como con el giro que en la universidad tienen los estudios de literatura argentina. Evitar el anacronismo, en este caso, es pensar en un campo literario donde todavía Walsh no era para todo el mundo el modelo inigualable del revolucionario y del escritor que atravesaba todos los géneros. Y no lo era, en primer lugar, porque Walsh fue peronista y eso lo enfrentó con muchos de la izquierda revolucionaria.

Culturas literarias

Una lista corta de lo que circuló en Buenos Aires (sería demasiado optimista decir en la Argentina) poco antes de que se desatara la represión, permite pensar por dónde andaba la literatura en esos años. Yo el Supremo, publicado en 1974, fue el hecho editorial y crítico del año. Se leyó esa novela de Roa Bastos con el aparato conceptual que la crítica literaria ya había difundido y se la consideró la "verdadera" novela de dictador, colocándola en un escalón distinto (más elaborado estéticamente) que la clásica de Gabriel García Márquez. Era la demostración de que una literatura muy sofisticada podía hacerse con el tema del poder y del discurso del poder.

Un año antes, un prólogo de Ricardo Piglia presentaba El frasquito de Luis Gusmán como la revolución dentro de la literatura (esa revolución a la francesa, originada en la revista Tel quel, que cruzaba versión simbólica de la teoría marxista del valor y psicoanálisis). En la misma ruta de exploración vanguardista, expuesta por la revista Literal de la que formaba parte, Gusmán publicó Brillos en 1975 y Cuerpo velado en 1979. Ese camino había sido recorrido (si no inventado) por Osvaldo Lamborghini, el escritor que continuó siendo leído en secreto durante toda la década del setenta y se convirtió en "partido estético" en los ochenta.

Hacia el final de la dictadura aparecen los primeros libros de Fogwill: poemas y los cuentos de Mis muertos punk (1980), y de César Aira, que en 1975 había publicado un Moreira curiosamente contemporáneo a Kincón de Miguel Briante, que también se conoció ese año; por su parte, Ema la cautiva es de 1981. Desde ese mismo comienzo de los ochenta, tanto Aira como Fogwill son un polo provocador de una discusión literaria. Las fechas y los libros se mencionan para señalar que eso sucedió después del golpe de estado pero antes de la transición democrática.

Volviendo a los años anteriores al golpe. En 1975, se publicó Mascaró de Haroldo Conti, que desapareció pocos meses después y cuya figura hoy es más borrosa que la de Walsh. Mascaró fue la apuesta latinoamericanizante de Conti, que su obra anterior no anunciaba. En ella, se puede leer el movimiento de un escritor bajo la presión de una época. La radicalización parecía corresponder con el intento de Conti de inscribir su última novela en el espacio del realismo mágico considerado en ese momento como la estética del escritor que de manera emblemática apoyaba la revolución cubana, García Márquez. Ese tipo de ficción exuberante no le venía bien ni a la escritura ni a la sensibilidad de Conti; sin embargo, la opción muestra el modo en que los sucesos políticos operan sobre un escritor, torciendo incluso un programa estético de varias décadas. Pero si Conti activó la presión de lo ideológico sobre la literatura, otros casos señalan en direcciones opuestas,

Para poner otro ejemplo, en los años setenta Andrés Rivera era un escritor casi secreto. Cuando José Luis Mangieri publicó Otra lectura de la historia en 1982, ese libro fue leído por los muy pocos que recordaban su literatura militante de los años sesenta. No sólo por las condiciones de dictadura, sino porque Rivera no había encontrado ni la manera que repite hasta hoy, ni el público que la aprobó junto con la crítica a fines de los ochenta.

Hay escritores como Héctor Tizón que salen de la dictadura hacia una consagración relativamente tardía, como si el exilio o una preparación silenciosa hubieran marcado los años que van entre Sota de bastos, caballo de espadas de 1975 y La casa y el viento de 1984. Hay autores que transforman su literatura: Osvaldo Soriano dejó la Argentina con Triste, solitario y final, su novela graciosamente nostálgica, para encontrar en el exilio la forma policial populista de la Argentina. Como se ve, podrían multiplicarse las persistencias, los pasajes y las transformaciones. Los ejemplos muestran que las cronologías y los panoramas sostenidos por una sucesión lineal de libros aparecidos son muy pobres para captar lo que efectivamente estaba sucediendo.

En ese sentido, mucho más significativo del clima de los años anteriores al golpe es la revista Crisis, cuya circulación alcanzó varias decenas de miles de ejemplares. Para un público radicalizado tanto en la versión peronista como en las versiones cubano-vietnamita-tercermundistas, en ambos casos con un fuerte ingrediente de populismo, Crisis representaba la literatura, las ideas y el arte (comenzando por su diagramación). En un período en que los medios audiovisuales todavía no eran todo, la influencia de Crisis era más profunda de lo que puede influir hoy una revista cultural relativamente masiva.

Circulación: adentro y afuera

Esto sucedía en 1975 y se cortó abruptamente durante la dictadura, lo cual prueba que a los gobiernos autoritarios les resulta mucho más sencillo detener por completo la difusión de una ideología y una estética que impedir que los escritores sigan escribiendo sus ficciones, incluso en las peores condiciones y soportando riesgos. Y, por eso mismo, cuando termina una dictadura no es obligatoria la emergencia de nuevas grandes obras, sino más bien la difusión de aquellas cuya circulación abierta había sido peligrosa o prohibida: Puig, ausente de la Argentina en los setenta, avanza en los ochenta hacia un reconocimiento definitivo.

En cambio, la eficacia de una dictadura está en cortar la posibilidad de comunicación de esas zonas de la divulgación estética representada por las revistas que se vuelven semiclandestinas o completamente secretas.

Durante la dictadura, el campo intelectual y literario quedó partido en dos: en la Argentina y en el exilio. El trabajo por hacer sobre lo que se escribió en un lugar y otro podría responder a la pregunta de si se escribe de manera diferente en condiciones de dictadura que en condiciones de libertad intelectual. La obra de Saer no muestra ese quiebre: en 1980, apareció en México Nadie nada nunca, el mayor trabajo cifrado sobre los asesinatos realizados por los militares. Nada exterior impedía que Saer, radicado en Francia, narrara de un modo directo esos hechos. Si eligió una cifra fue por dos razones: por un lado, la esperanza de que ese libro pudiera circular en la Argentina; por el otro, la lógica interna, estética, de su literatura. Si en 1987, Glosa es menos enigmático, no es, sin embargo, una representación realista de la violencia de los años setenta.

Juan Carlos Martini escribió una obra fuertemente alegórica en España, donde podía optar por otras formas, menos herméticas, de representación; se trata de La vida entera, publicada en 1980. Las razones de la represión y las de la literatura no se cruzan siempre en el mismo punto. Piglia publicó Nombre falso en 1975. Están allí sus mejores relatos y el libro se volvió casi invisible, salvo para un grupo de lectores, durante los primeros años de la dictadura, hasta que, en 1980, Respiración artificial puso a Piglia en la primera línea: fue el libro esperado, la cifra de la violencia argentina, según se dijo de inmediato. La novela era cifrada en su representación de la desaparición y la censura porque iba a circular en la Argentina gobernada por los militares; pero enseguida se vio que lo era porque ese fue el camino que Piglia iba a seguir también en condiciones de democracia.

Separarse de la representación realista fue no sólo una forma de escribir durante el gobierno militar, sino una decisión independizada de los avatares de la política. En cambio, la lengua costumbrista directa de Flores robadas en los jardines de Quilmes, publicada en la Argentina en 1980, hizo que la novela de Asís repercutiera como la novela otra, diferente del manifiesto crítico y nueva interpretación de lo nacional escrito por Piglia. Todo sucedía en los últimos años de la dictadura y hubo debate abierto en las revistas culturales del underground.

Lo que persiste

¿La política o la represión dejan entonces pocos rastros? Sería estúpido afirmar esto. Urondo, Walsh, Conti, fueron asesinados, David e Ismael Viñas, León Rozichner, Noé Jitrik (es decir los escritores que comenzaron en Contorno) fueron al exilio. Escritores como Juan Gelman y Pedro Orgambide, de la dirección política del peronismo revolucionario, escaparon de la muerte. Cortázar y César Fernández Moreno denunciaban en París y eso repercutía en Occidente. Sobrevivir en la Argentina fue una aventura peligrosa para muchos.

Sin embargo, lo que comenzaba a suceder en el inicio de los setenta no se interrumpió: la crítica al realismo de la representación, la difusión de nuevas teorías sobre la literatura, la llegada de Benjamin y los formalistas rusos, el uso estético y vanguardista de Lacan o de la teoría marxista continuaron pese a la dificultad de conseguir los textos en condiciones de persecución y clausura. De manera paradójica pero explicable, la gloria póstuma de Borges, su reinado, se estableció y se generalizó bajo los militares y, sin sobresaltos, se consolidó durante la transición democrática. Lo que se discutió en arte y literatura a la salida de la dictadura responde a un campo de problemas que no se inscribe en una nueva conversación, sino que se dibujó a fines de los setenta, cuando no antes.

En cuanto a la difusión de libros en Argentina, un caso ejemplar no debería olvidarse: el Centro Editor de América Latina, dirigido por Boris Spivacow, siguió publicando libros y fascículos para quioscos. Miles de ellos fueron incinerados por la policía que, con lanzallamas (como lo muestran algunas fotos), debió combatir durante horas la resistencia al fuego de las montañas compactas y húmedas de papel impreso.

BEATRIZ SARLO. CRITICA Y ENSAYISTA.

Fuente Revista ñ. Diario Clarín. Argentina



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