ANTROPOSMODERNO
Democracia radical
BRUNO BOSTEELS

Para el autor de este sugerente ensayo, la nueva filosofía de la democracia presupone siempre la imposibilidad de constituir la sociedad como un conjunto cerrado, totalizado, autosuficiente.

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Democracia radical
Tesis sobre la filosofía del radicalismo democrático

BRUNO BOSTEELS
http://www.metapolitica.com.mx/m18/dossier/dradical/pag2.htm


Desde distintas tradiciones de pensamiento emerge la idea de una democracia radical, o si se quiere, posmoderna. Para el autor de este sugerente ensayo, la nueva filosofía de la democracia presupone siempre la imposibilidad de constituir la sociedad como un conjunto cerrado, totalizado, autosuficiente. El principio originario de esta falta constitutiva de la democracia es el núcleo del antagonismo ineludible.

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El pensamiento de la política en el siglo veinte es inseparable de la crítica de la modernidad. En el plano político, la idea de modernidad se ha ligado desde hace más de dos siglos al tumultuoso destino de la llamada revolución democrática. Sería lógico, entonces, que la democracia hubiera sufrido un lento proceso de declive al menos en el pensamiento de aquellos filósofos que sostienen que la modernidad ha agotado sus recursos para pensar la actualidad en todos sus aspectos más conflictivos. Hoy día, sin embargo, percibimos cómo curiosamente la idea de democracia si bien no ha salido indemne sí ha sido fortalecida por la crítica de la modernidad. Desde la filosofía posmoderna, entendida en un sentido amplio para abarcar tanto la deconstrucción como la hermenéutica más reciente, surge efectivamente un nuevo consenso, o un difuso sentido común, sobre la promesa radical del vértigo de la democracia. Sobre todo en el contexto angloamericano pero también en otras partes del mundo, como fácilmente puede comprobar cualquier observador atento, emerge la idea de una democracia radical o, si se quiere, posmoderna.

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Según una de sus más famosas definiciones, la modernidad sería la era de la imagen del mundo. Moderna sería aquella época en la cual la humanidad poco a poco logra representar para sí misma la totalidad de los entes de modo que éstos quedan reducidos a una imagen fácilmente manejable por parte de la razón calculadora. A través de la ciencia y la técnica, el sujeto en la época moderna reduce la cuestión siempre abierta del ser a la categoría de un mero objeto o de una idea exacta, hasta desembocar, a partir de finales del siglo pasado, en el momento nihilista cuando \"del ser en tanto ser ya no queda nada\", como dice Heidegger sobre Nietzsche. La modernidad aparece entonces como la época dominada por la transparencia del sujeto, dueño de sí mismo y detentador soberano de la verdad, así como por la presencia del mundo, conjunto de objetos siempre disponibles a la mano o claramente presentes a la mente. Dice también Heidegger: \"El hecho mismo de que el hombre se vuelva sujeto y el mundo objeto no es más que una consecuencia de la instalación de la esencia de la técnica\". Moderno sería aquel período en el cual nada es si no cae bajo el dominio de la conciencia, a saber, bajo el control del sistema representacional que busca siempre contraponer el mundo al espejo de la razón humana. Por último, si la idea de dominar la realidad por la fuerza, según este modo de pensar, es lo que define la esencia del proyecto metafísico, entonces la época moderna de la técnica y la ciencia será también la era nihilista del cumplimiento de la metafísica. No sólo su consumación sino, también, su agotamiento y su fin.

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El pensamiento posmoderno gira en torno a una crítica implacable de los supuestos de la modernidad en tanto época de la imagen del mundo. Esta época aparece \"finita\" en el triple sentido de ser una era terminada, cumplida y mortal. En las últimas décadas, ha surgido un extraño acercamiento entre esta crítica de la modernidad finita y la idea misma de la democracia. Sobre todo desde una perspectiva heideggeriana o lacaniana, el pensamiento de lo político se dirige hacia un nuevo concepto de la democracia radical o posmoderna paradójicamente arraigada en el incumplimiento esencial de los polos fundadores de la modernidad, el sujeto y el objeto. En Filosofía, política, religión, por ejemplo, escribe Gianni Vattimo: \"Aunque parezca paradójico, precisamente la adopción de una perspectiva nihilista puede dar a la política democrática la capacidad de encarar de un modo no simplemente defensivo o reactivo la fantasmagoría del mundo posmoderno\". Esta idea de democracia debe tomar en cuenta los distintos esfuerzos en la deconstrucción de la metafísica de la presencia, metafísica según la cual el ser es reductible a un objeto, un mero ente entre otros; por otra parte, la nueva filosofía de la democracia también debe asumir como suya la crítica psicoanalítica de la ideología del sujeto, ideología que postula que el sujeto es una entidad estable, transparente e indivisible. A la objetividad de la mirada técnico-científica, la filosofía de Heidegger opone la tarea de volver a plantear la verdadera cuestión del ser, de la eclosión del ser como acontecimiento singular, siguiendo el don único de la temporalidad, mientras que el pensamiento de Lacan desenmascara el presupuesto imaginario de cualquier inmediatez de uno a sí mismo para oponerle la ley del otro, siguiendo el núcleo traumático de lo real como principio del orden simbólico. Si no quiere recaer en las trampas del autoritarismo, la democracia debe responder a estas dos vertientes en la crítica de la modernidad.

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La filosofía de la democracia radical implica una deconstrucción recíproca del sujeto y del objeto de la representación política. La presunta libertad del sujeto autónomo y la supuesta objetividad de la estructura social sólo están articuladas en el espacio abierto por una brecha constitutiva de ambos polos. De este modo Ernesto Laclau resume el argumento principal de El sublime objeto de la ideología de Slavoj Zizek: \"Hay sujeto porque la sustancia -la objetividad- no logra constituirse plenamente; la ubicación del sujeto es la de una fisura en el centro mismo de la estructura. El debate tradicional sobre la relación entre agente y estructura aparece, así, fundamentalmente desplazado: no es un problema de autonomía, de determinismo versus libre albedrío, en el cual dos entidades plenamente constituidas como ?objetividades? se delimitan mutuamente. Al contrario, el sujeto emerge como un resultado de la falta de sustancia en el proceso de su auto-constitución\". De tal desplazamiento emerge finalmente el concepto de una democracia radical cuyo sistema representativo está atravesado, tanto del lado del sujeto representante como del lado del objeto representado, por un vacío, por una carencia o por una falta insuperable.

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En un sentido deliberadamente ambiguo, diré que la filosofía de la democracia radical es el argumento irrefutable por una falta de política. La democracia radical misma presupone la lógica de la falta en el sentido de que aquello que marca a una sociedad democrática es la carencia de la misma. Es decir, la nueva filosofía de la democracia presupone siempre la imposibilidad de constituir la sociedad como un conjunto cerrado, totalizado, autosuficiente. El principio originario de esta falta constitutiva de la democracia es el núcleo del antagonismo ineludible, aquel diferendo para el cual no hay litigio posible, cuya presencia siniestra inevitablemente impide el cierre de sentido de lo social en una ilusoria totalidad. \"Lo social sólo existe como el vano intento de instituir ese objeto imposible: la sociedad\", concluye Laclau en Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo: \"La sociedad es, por consiguiente, finalmente irrepresentable\" pero \"este carácter finalmente incompleto de lo social es la fuente principal de nuestra esperanza política en el mundo contemporáneo: es sólo él el que asegura las condiciones de una democracia radical\". La remanencia del antagonismo, al imponer desde siempre ya la estructura de la falta en el seno mismo de la sociedad, es lo que vuelve la democracia al mismo tiempo posible e imposible. Lo político, entonces, es el campo de lucha hegemónica abierto por esta falta estructural. Tal argumento, a mi entender, habla de modo ambiguo por una falta de política en la medida en que lo que no hay en la filosofía de lo político en torno a la democracia radical es, precisamente, el proceso de una política verdadera. Para los pensadores de esta tradición, sin embargo, tal ausencia quizá ni siquiera sería un defecto corregible, ni tampoco una deformación accidental de la política, ya que el vacío, la brecha o la falta en el corazón mismo de lo social, según ellos, constituye al contrario la paradójica condición de posibilidad de la democracia radical misma.

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Para que la crítica de la modernidad dé lugar a una reevaluación de la democracia, el pensamiento de lo político debe recorrer primero las etapas prolongadas de la crisis y luego el agotamiento absoluto de las distintas secuencias revolucionarias de la izquierda socialista o comunista, de Marx a Lenin a Stalin y de Mao al Che Guevara a Castro, para finalmente asumir -si no de derecho al menos de hecho- el derrumbe fatal del socialismo realmente existente. Es entonces cuando emerge la nueva alternativa democrática: en vez de oponer, como antes, un elogio del socialismo a la barbarie del capitalismo, la filosofía política de las últimas décadas se formula ante todo si no únicamente sobre el rechazo al terror del totalitarismo en nombre de una democracia radical, plural, anárquica. De la oposición \"socialismo o barbarie\" pasamos, quién sabe si en un avance, a \"democracia o totalitarismo\". Es difícil juzgar si es un progreso porque, en ambos casos, el veredicto que puede ser de condena o de libertad recae sobre un tercero excluido. En la primera disyuntiva, el término ausente, aun si está estratégicamente aludido, es el capitalismo; en la segunda, la barbarie del capital aparece transvaluada en nombre de la democracia, en tanto que el término del socialismo queda enteramente escamoteado reduciéndose a mera política totalitaria, al lado del fascismo. El desplazamiento, a partir de los años sesenta, desde el fervor revolucionario hacia los fatigosos temas de la gobernabilidad o la transición a la democracia esconde un cambio radical con respecto al valor de la tradición inaugurada por Marx. Además de proseguir la crítica de la modernidad, la filosofía actual de la democracia implica el análisis o la deconstrucción interminable de todo el legado marxista, él mismo dividido, según algunos pensadores, entre una parte crítica y otra metafísica. Como escribe Derrida en Espectros de Marx: \"Se trata de una ontología -crítica pero pre-deconstructiva-, de la presencia como realidad efectiva y como objetividad\". El marxismo significaría fidelidad hacia la extrema contingencia de los procesos políticos, así como ocurre en el Manifiesto del Partido Comunista, pero también fe en la inquebrantable necesidad científica de la historia como proceso unitario dominado por el hombre trabajador, como en El Capital. La democracia radical siempre se apoyará en la primera vertiente del marxismo para deconstruir el esencialismo de la segunda. Además de posmoderna, la filosofía de la democracia radical, de un modo u otro, debe considerarse también posmarxista.

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Ni Heidegger ni Lacan apoyan ellos mismos la democracia, al contrario, los dos cuestionan en principio el valor de cualquier iniciativa o decisión subjetiva para realmente transformar el orden de las cosas. Tratar de \"superar\" la metafísica, según Heidegger, no es sino una manera de encerrarse más seguramente aún en el marco mismo de la historia de la metafísica, así como tampoco es factible, según Lacan, \"subvertir\" el orden simbólico del deseo, ni mucho menos \"liberar\" al hombre de las cadenas del capitalismo, sin caer en la trampa de un anhelo imaginario, fácilmente reversible en su opuesto dogmático. \"El movimiento en contra de la metafísica, como mera inversión, es un enredo inextricable de la metafísica\", advierte Heidegger en Sendas perdidas, mientras que Lacan, hablando de la posibilidad de denunciar el discurso del capitalista, dice en Televisión: \"Indico solamente que no puedo hacerlo seriamente, porque al denunciarlo lo refuerzo-lo normativizo, a saber, lo perfecciono\". En ninguna de estas dos obras fundamentales encontrará el lector una respuesta fácil o inmediata a la pregunta \"¿Qué hacer?\" más allá de proseguir la interminable labor de analizar, criticar y deconstruir en todo rigor los supuestos de la modernidad.


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Tanto Lacan como Heidegger disponen de una extraordinaria lucidez -entre lo trágico y lo melancólico- para revelar la ingenuidad, cuando no la inutilidad de cualquier proyecto de cambio real. Heidegger, por ejemplo, rechaza la idea emancipatoria de la toma de poder porque ésta no pone en tela de juicio el principio de dominación mismo, sino que simplemente pretende intercambiar un poder por otro: \"La lucha entre los que están en el poder y los que quieren apoderarse de él: ambos lados se pelean por la dominación. El poder mismo es siempre el factor determinante\". Por esta razón, el pensador alemán debe mantenerse en última instancia en una especie de ignorancia necesaria en cuanto a las consecuencias políticas de su pensamiento filosófico. él mismo de ninguna manera defiende el régimen de la democracia: \"Hoy es para mí una cuestión decisiva cómo podría coordinarse un sistema político con la época técnica actual y cuál podría ser. No conozco respuesta a esta pregunta. No estoy convencido de que sea la democracia\". En la medida en que supone todavía al sujeto como fundamento estable, el proyecto de sobreponerse a la alienación de la técnica, sobre todo a través de la fuerza, sólo agrava el dominio de la visión técnico-científica del mundo. Lacan responde de manera parecida cuando le preguntan cuáles son las implicaciones políticas del psicoanálisis: \"En cualquier caso, no hay progreso. Todo lo que se gana por un lado, se pierde por el otro. Como uno no sabe qué es lo ha perdido, cree que ha ganado\". El principio subyacente de este enredo comprometedor ha sido formulado ya en los Escritos de Lacan: \"En el movimiento que progresivamente lleva al hombre a la autoconciencia adecuada, su libertad se vuelve inseparable del desarrollo de su servidumbre\". Esta lucidez extrema en cuanto a la inminente reversibilidad de cualquier proyecto emancipatorio lleva a ambos pensadores en sus últimos años a un desengaño profundo, envuelto en bruscos mutismos, ajeno a la derivación de una práctica política a partir de la reflexión teórico-filosófica. El \"caso\" de la simpatía nazi del joven Heidegger incluso podría considerarse todavía el resultado de un deseo de hegemonía de parte de la filosofía sobre la política. ésta es, por ejemplo, la hipótesis de Philippe Lacoue-Labarthe sobre Heidegger. El pensador alemán durante un lapso quizá no tan corto habría percibido en el nazismo la posibilidad de resolverse por las ideas decisivas de la ontología fundamental para salir, finalmente, del desierto de la época de la técnica moderna en medio del cual reina sólo la inautenticidad. Estrictamente hablando, esta esperanza es injustificable desde el interior del pensamiento, sobre todo tardío, del mismo Heidegger. Sólo queda entonces el arte, más que nada la poesía, para rescatar algunas huellas del acontecimiento originario del ser, lejos de todos sus amarres metafísicos. De manera mucho menos escandalosa pero no por ello menos provocadora, tampoco los rebeldes estudiantiles del \"mayo francés\" encuentran el apoyo esperado sino el ácido de la crítica, el desafío provocador e incluso la burla abierta cuando después del 68 vuelven a acercarse obedientemente al seminario de Lacan. \"Si tuvieran un poco de paciencia y si quisieran que nuestros impromptus continúen, les diría que la aspiración revolucionaria es algo que no tiene otra oportunidad que desembocar, siempre, en el discurso del amo\", concluye él mismo ante sus estudiantes, un año después de la revuelta, en Vincennes: \"A lo que ustedes aspiran como revolucionarios, es a un amo. Lo tendrán\". Sólo queda entonces el rigor del análisis, como ciencia de lo real, para atravesar los procesos exorbitantes de lo imposible, lejos de todos los ideales de liberación del hombre.

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Los comentadores más fieles de Heidegger o de Lacan niegan asimismo la posibilidad de deducir una política específica, ni mucho menos la defensa de un régimen como la democracia liberal, del pensamiento de estos dos autores. Más bien, ponen en tela de juicio la idea misma de anclar, como siempre, la práctica en la teoría -así como la política derivaba, en la antigüedad, de la primera filosofía, es decir, de la ontología en tanto ciencia del ser o, en la época moderna, de una rama especial de la metafísica como, por ejemplo, la epistemología en tanto teoría del conocimiento. La crítica deconstructiva de la modernidad se levanta precisamente en contra de este proceso de derivación de la política de un término fundador o de un punto de origen esencial. Como escribe Reiner Schürmann: \"Deconstruir la metafísica significa interrumpir -literalmente desquiciar- el paso especulativo de lo teórico a lo práctico\". No hay que esperar ninguna prescripción política ni de la obra misma ni de los comentarios más fieles del pensamiento de Heidegger o de Lacan. En cuanto a este último, por ejemplo, dice Jean-Claude Milner: \"Así como la ciencia y la política nada tienen que ver entre sí -salvo cometer crímenes- porque no pertenecen ni al mismo mundo ni al mismo universo, el psicoanálisis nada tiene que ver con la política -salvo decir tonterías\". En cuanto al primero, observa Schürmann: \"En ninguna etapa de su trabajo Heidegger se interesa por la praxis como tema de las disciplinas ?prácticas,? la ética y la política\", al contrario, añade el mismo intérprete: \"Con el giro tomado por la fenomenología heideggeriana después de la publicación de Ser y tiempo, la pregunta ?¿Qué hacer?? queda como suspendida en el vacío\", así como también advierte Dominique Janicaud: \"No nos engañemos sin embargo: no encontraremos en Heidegger una respuesta a la pregunta leninista ?¿Qué hacer??\".

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Hace falta esperar el trabajo de seguidores menos fieles de Heidegger o de Lacan para articular la crítica de la modernidad con un nuevo acercamiento -radical o posmoderno- a la idea de la democracia. Es un espectáculo intrigante ver cómo estos dos pensadores, cuya obra en diferentes sentidos parece tan adversa al deseo de progreso, han sido reivindicados por algunas de las vertientes más radicales del pensamiento político y filosófico, hasta el punto en que muchos sesentayocheros encuentran profundos ecos del maoísmo en el psicoanálisis de Lacan, mientras que algunos intérpretes de Heidegger han distinguido entre una lectura de izquierda y otra de derecha de su obra, al igual que lo que ocurre con el legado de Hegel. Entre los que se acercan recientemente a la idea de democracia a partir del pensamiento de Heidegger, pienso sobre todo en figuras como Jacques Derrida, Jean-Luc Nancy, Philippe Lacoue-Labarthe, Gianni Vattimo e incluso Reiner Schürmann. En cuanto al pensamiento de la democracia inspirado por Lacan, podemos referirnos en parte a Claude Lefort así como a Slavoj Zizek. El resultado de la articulación combinada de estas dos vertientes -Lacan con Heidegger a través de Derrida- se perfila claramente en el pensamiento elaborado a partir de Hegemonía y estrategia socialista: Hacia una radicalización de la democracia, por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. Un resumen de los presupuestos de la nueva idea de democracia, aunque en este caso no se dice radical, puede encontrarse también en la filosofía política de Roberto Esposito.

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En la nueva opinión común de la filosofía política actual, la democracia radical constituye un orden simbólico en el sentido lacaniano de la palabra, el cual puede considerarse también anárquico, esta vez siguiendo el pensamiento heideggeriano. Desde cualquiera de estas perspectivas, la democracia aparece articulada como un todo precario, hegemónico pero jamás cumplido, a partir de un término evanescente cuya función en este todo es similar a la del ser para Heidegger o lo real para Lacan. El acontecimiento del ser, según la deconstrucción de la ontología, da origen a la historia de la metafísica; este origen, sin embargo, no sólo se ofrece y se retrotrae al mismo tiempo sino que, de este modo, él mismo es irreductible al continuo desplegarse de la historia. Lo real, según la teoría del psicoanálisis, es el punto de lo imposible cuyo agujero vertebra el orden simbólico del deseo; lo real mismo, sin embargo, es lo que resiste absolutamente a la simbolización. De un modo parecido aparece el lugar del poder en la filosofía política de la democracia radical. Llámese falta, diferencia o antagonismo, el término fundador en torno al cual está construido el orden social es un término vacío, mejor dicho, es una causa ausente que se desvanece por completo en sus efectos. Respecto al orden de la democracia es conocida la tesis principal de Lefort: \"Vacío, inocupable -de modo que ningún individuo puede serle consubstancial- el lugar del poder se revela imposible de figurar\". El lugar del poder en la democracia radical sólo al permanecer vacío como tal vuelve posible el régimen de la representación democrática; él mismo, sin embargo, es un no-lugar o un espacio en blanco imposible de representar ni mucho menos de encarnar en un sujeto histórico particular -sea éste el proletariado, el partido o el líder carismático. En una lectura extrema, ni siquiera la sociedad civil ofrece una alternativa válida, si no hace más que reiterar la ilusión de un lazo único e indivisible en eterna oposición contra los aparatos del Estado.

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La estructura de la democracia radical, paradójicamente, despliega la mayor fuerza a partir del punto de mayor debilidad, exponiéndose sin cesar a los peligros de su propio talón de Aquiles. Articula el campo de lo social siguiendo un principio de carencia de fundamento, el cual es al mismo tiempo la condición de posibilidad de la democracia y la condición de su definitiva imposibilidad. Aquí es donde la filosofía posmoderna revela la promesa de un nuevo concepto de la democracia. El carácter incompleto del proyecto de la modernidad, en vez de amenazar de extinción al régimen democrático, es al contrario su única oportunidad de sobrevivencia. Como aclara Chantal Mouffe: \"En efecto, si uno ve la revolución democrática así como la retrata Lefort, como un rasgo constitutivo de la modernidad, entonces es claro que lo que entiende uno al referirse a la posmodernidad en la filosofía es un reconocimiento de la imposibilidad de un fundamento último o una legitimación final, imposibilidad constitutiva del advenimiento mismo de la democracia y por lo tanto de la modernidad misma\". Esta idea de la democracia es radical no porque inaugure un retorno a la raíz de la esencia humana o a la base de una verdad última sino, al contrario, porque abandona cualquier pretensión de fundar la política sobre un principio de poder sustancial, sea éste objetivo o subjetivo.

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Si archè, en griego, tiene el doble sentido de un principio como fundamento e inicio a la vez de un proceso de causa-efecto, entonces la democracia radical no tiene principio, carece de archè: en este sentido, además de radical, también será anárquica. Explica Schürmann: \"La anarquía en cuestión es el nombre de una historia que afecta la base o el fundamento de la acción, una historia en la cual cede la base y se vuelve obvio que el principio de cohesión, que sea autoritario o ?racional?, no es más que un espacio en blanco privado de poder legislativo, normativo\". Con base en este paradójico principio de anarquía, la democracia constituye una compleja estructura sin centro, un régimen indeterminado de pluralidad cuyo fundamento no coincide ni con una sustancia ni con una esencia, sino que se abre, como un abismo, sobre el fondo sin fondo de un término evanescente.

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El poder de la democracia radical se encuentra desde siempre ya fuera de lugar o fuera de sí mismo. De ahí el atractivo de la idea de que nuestro tiempo está fuera de quicio, según la memorable frase de Hamlet tan celebrada por Derrida y Laclau: \"The time is out of joint. O cursed spite,/ That ever I was born to set it right!\". A diferencia de su precursor comunista, el espectro que hoy recorre el mundo justamente no pretende en absoluto enderezar el tiempo desquiciado; al contrario, el deseo de semejante rectitud, como la famosa línea justa del marxismo-leninismo, sería la marca de una pretensión metafísica trasladada al campo de la política, según el hábito milenario de la derivación práctica de un fundamento previamente establecido en la teoría. De lo que se trata, en cambio, es de mantener abierta la promesa mesiánica del desquiciamiento como la condición misma de la verdadera democracia, en vez de encarnar esta promesa en algún mesianismo concreto. Mantener abierto el principio de anarquía sin confundirlo con algún anarquismo particular. La democracia radical, en otras palabras, forma un orden simbólico cuya radicalidad consiste en no ser jamás cumplida ni presente a sí misma, sino esencialmente impropia, dividida, separada de sí misma. Funda, a partir de un fundamento sin fondo, una política de lo \"impropio\", de lo \"impolítico\" o lo \"apolítico\", contra la política \"propiamente dicha\", es decir, en primer lugar, contra la política totalitaria, la cual se supone metafísica en su afán de alcanzar lo \"propio\" al ser \"reapropiada\" la historia por el sujeto de la política, sea éste el proletariado, el pueblo o incluso, en una deconstrucción extrema del comunismo y del socialismo, la humanidad.

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La democracia radical, pese a la etimología del término y a diferencia de sus versiones conocidas hasta ahora en el liberalismo o el socialismo realmente existentes, no pretende representar el poder de lo social sino reconocer la desligazón constitutiva de la idea de una sociedad misma. \"No hay sociedad\" es el primer lema de los pensadores de la democracia radical, lema obviamente inspirado en el axioma lacaniano \"No hay relación sexual\". La nueva idea de democracia no se basa en la plenitud del lazo social, sino en su falta esencial, debida al desligamiento, o la dislocación, de la totalidad social por parte de una exterioridad intrínseca. No se apoya en una identidad previamente establecida sino en la alteridad constitutiva de toda sociedad. En Confines de lo político escribe Esposito: \"Democracia es aquello que custodia esa alteridad, que no ilusiona y no consuela, que no sueña terribles conclusiones: lo uno, la inmanencia, la transparencia\". Sobre todo, la democracia radical no está fundada en la soberanía del pueblo, sea ésta directa o delegada a través de otros medios, sino que le roba el fundamento a cualquier pretensión de derivar la política de la presencia inmediata, orgánica o sustancial de una comunidad cualquiera -presencia que no es sino el referente eterno del mito, desde los románticos alemanes hasta los totalitarismos de este siglo. \"La comunidad no es ni el valor, ni la finalidad, ni el contenido de la democracia. ésta está literalmente vacía de comunidad: aprisionada en sus confines finitos, en su pura definición\", concluye Esposito: \"Sólo ella es democracia sin mito: la plena sustracción a cualquier presunta comunidad\".


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La democracia radical, basada en la falta inherente al ámbito de lo político, pretende siempre evitar la amenaza inminente del totalitarismo en el corazón de la democracia misma. Si el totalitarismo, según la filosofía política contemporánea, sólo se explica cuando se presenta en relación antagónica con la democracia, esta tesis puede también ser invertida. La democracia radical vive siempre bajo la sombra de Hitler o de Stalin. Sin la referencia negativa al totalitarismo, esta idea de democracia pierde por completo su radicalidad. Es más, el adversario hoy día podría resultar equivocado. El problema político más inmediato, en los años noventa, no es la memoria del terror por lo demás innegable del totalitarismo sino los excesos del libre capitalismo. Hay que preguntarse si el totalitarismo realmente constituye aún \"el hecho de mayor importancia de nuestro tiempo\" o \"la experiencia sociopolítica que define nuestro tiempo\", como dicen los seguidores de Lefort -fieles herederos también, en este sentido, del pensamiento de Hannah Arendt. A la amenaza del totalitarismo burocrático, el cual representa el punto culminante del anhelo de plenitud según el cual la metafísica de la presencia desemboca en el brutal dominio de la razón calculadora, la nueva filosofía política de la democracia opone los principios de la diferencia, la pluralidad, la contingencia y la alteridad. En un mundo controlado por la lógica del mercado, sin embargo, estos principios no sólo pierden gran parte de su atractivo radical sino que, si tales principios no sirven para registrar el punto de anclaje de una verdadera política emancipatoria, hasta corren el riesgo de convertirse en otros tantos suplementos del alma para el capitalo-parlamentarismo actual. Hay que preguntarse si el mercado funciona según el mito totalitario de la presencia plena, del poder encarnado o si, al contrario, el capitalismo es capaz de albergar en su seno la pluralidad de las diferencias, ya que es justamente así como circula la ley de equivalencia general. Tal vez lo que logran introducir en el debate sobre la modernidad los pensadores de la democracia radical sólo es el punto de partida para una secuencia política: el otro o la diferencia, en este sentido, aluden ante todo a la libertad, la cual ciertamente sigue siendo un nombre digno de rescate para referirse a lo múltiple sin uno. Por sí solo, sin embargo, lo múltiple todavía no prescribe ninguna política particular, ni emancipatoria ni reaccionaria. Al contrario, si bien resume eficazmente el principio de anarquía, lo múltiple sin uno también corre el riesgo de convertirse en una metáfora preciosa, en clave ontológica, para describir la esencia del capitalismo tal y como hoy se impone globalmente. Detrás de la idea de la democracia radical, cuyo lema habla de lo social como de un múltiple puro sin esencia ni transcendencia alguna, acecha una unidad profunda, a saber, la estructura del mercado libre mismo.

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El orden simbólico de la democracia radical se cumple y se pone en peligro a la vez en su única \"realización\" momentánea, en la interminable discusión del parlamentarismo o en el proceso cíclico de las elecciones. éstas son sus únicas formas prácticas: el voto y el debate público. Mientras se declaran vacantes los puestos electorales representativos, por ejemplo, durante un breve lapso de tiempo se \"muestra\" el lugar vacío del poder pero sólo formalmente, no realmente, ya que exhibir un lugar realmente vacío así como llenarlo de modo imaginario serían dos maneras similares para provocar el \"terror\", como cuando una revolución \"fuerza\" aquel imperativo según el cual siempre debe mantenerse simbólicamente vacío el lugar del poder de la democracia. Aquí es donde se nota nuevamente cuál es la idea de la política que queda indirectamente excluida de la disyuntiva entre democracia y totalitarismo: la política llamada revolucionaria o, de modo más genérico, el trastorno de la estructura misma, anteriormente abanderado por la izquierda militante. Por falta de una verdadera secuencia política, la democracia radical se limita a asumir, como una especie de pulsión de muerte, la imposibilidad inherente al orden simbólico de una sociedad. Aun si no quiere reducirse a una mera toma de conciencia, la cual sería una manera obvia de contradecir la crítica de la ideología del sujeto, el proyecto no obstante parece poder formularse solamente en términos de un imperativo categórico que nos obliga a todos a reconocer la negatividad intrínseca de lo social, como si la tarea consistiera siempre en bregar tan sólo con un impasse -sin abrirse paso, ni mucho menos forzarse una salida a través de él. Como claramente advierte Slavoj Zizek: \"Desde esta perspectiva, la ?pulsión de muerte?, esta dimensión de negatividad radical, no puede ser reducida a la expresión de condiciones sociales de enajenación, sino que define la condición humana misma; así, pues, no hay solución, no hay salida: lo que hay que hacer no es ?superar? la negatividad ni ?abolirla? sino bregar con ella, aprender a reconocerla en su dimensión aterradora y, luego, con base en este reconocimiento fundamental, intentar articular un modus vivendi con ella\". En este modo de reconocer la alteridad constitutiva de toda sociedad para luego convivir con ella consistiría la experiencia de la democracia radical.

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Dentro del orden simbólico de la democracia radical, fundado anárquicamente en la falta de sociedad como en una comunidad sin origen propio ni fundamento mítico, la filosofía corre el riesgo de no hacer nada más que exhibir hasta el cansancio el lugar vacío, impensable, irrepresentable de la alteridad, diferente a cualquier presencia o sustancia esencial. Como afirma Esposito: \"Sólo incompleta la democracia puede permanecer como tal. En este caso no la salva su potenciación, sino su renuncia. O un límite, una ausencia de sustancia, de esencia, de valor. En otras palabras, justamente el ser esa forma de técnica que suprime de sí misma toda ambición por representar lo que no puede representar\". Si no quiere convertirse en una nueva estructura trascendental, la cual sería precisamente la estructura de la falta irrepresentable, la democracia radical necesita un \"ethos\" o una \"experiencia\" para ser vivida por todos los ciudadanos como una aventura, a pesar de todo, propia a cada uno. En un comentario sobre el pensamiento de Lefort escribe Marc De Kesel: \"Sea cual fuere el poder formal de su estructura, una democracia se beneficiaría mucho de un ethos democrático, de una realización de que lo propio de la comunidad es un orden simbólico y que, por esta razón, nunca puede alcanzar la plenitud de sí misma\". Para no quedarse al nivel de lo categórico, el vacío constitutivo del orden de la democracia radical, de algún modo, debe poder presentarse como tal: vacío, carente, evanescente. Debe haber una forma de hacer palpable el vértigo de una democracia radical, anárquica y plural -sin cumplimiento alguno. La democracia necesita una manera de imponerse no sólo en el plano puramente estructural sino, además, en tanto experiencia subjetiva o forma de vida cotidiana.

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Los defensores de la nueva idea de la democracia radical, como ellos mismos subrayan al usar este calificativo, no se quedan satisfechos con las democracias realmente existentes. En los medios, las elecciones o el parlamentarismo, lo que se presenta actualmente a los ciudadanos es una imagen ideal de la democracia como el principio de poder de la gente misma en tanto totalidad indivisa. Tarde o temprano los políticos hablan en términos de lo que quiere \"el pueblo\" como si al reflejarse en el espejo de la sociedad ellos encontraran el acceso inmediato al origen propio de la opinión pública o la decisión política. ésta es una forma imaginaria de representar el lugar vacío del poder como si estuviera plenamente ocupado por la gente misma. En el anhelo de plenitud reside evidentemente la tentación totalitaria según los pensadores de la democracia radical. La verdadera aventura democrática, al contrario, necesita una capacidad de reconocer no sólo la finitud de todo actor político, sino también la alteridad constitutiva de todo conjunto social. Como añade De Kesel: \"Una democracia sólo puede apoyarse sobre una mentalidad que modera todo idealismo con una noción de finitud, que ha dejado de esperar ?todo? de la vivencia y la convivencia (sean o no futuras) y que se ha reconciliado con la falta insuperable que es la base de nuestra existencia\". El principio de finitud es opuesto a cualquier dialéctica subjetiva de lo finito humano con lo infinito e inmortal; el principio de alteridad se opone a cualquier visión de la sociedad como una totalidad objetiva cuya descripción correría siempre a cargo de la ciencia política, la economía o la sociología. El ethos democrático consiste en asumir la inapelable falta de los sujetos necesariamente plurales de la política sin hacer depender el antagonismo de los objetos e intereses vinculados a un conjunto predeterminado de la sociedad.

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La democracia radical, según algunos de sus intérpretes, debe transgredir el imperativo categórico, según el cual no se puede ocupar ni representar el lugar vacío del poder, en la búsqueda de una presentación de algún modo eficaz del vacío simbólico mismo, sin caer en los espejismos imaginarios. Esta presentación no pertenece al campo de la discusión de la política democrática misma. La excede hacia un afuera desastroso donde la amenazan desde siempre el terror de un vacío real y la ilusión de una plenitud imaginaria. Para evitar estos dos extremos sin quedarse satisfecha tampoco con el doble juego parlamentario-electoral, la democracia radical a veces busca presentar la alteridad del orden que es el suyo como una idea, en el sentido kantiano de la palabra, como una idea estéticamente imaginable pero realmente irrepresentable. Una idea indecible pero de algún modo oblicuamente discernible como guía o hilo conductor en el acontecer de la historia misma. Entre tales signos equívocos de la democracia en tanto política de la diferencia, o del diferendo, se encuentran los siguientes: lo sublime, lo siniestro, lo santo, lo trágico. Como no hay pruebas de que la democracia esté en camino de una condición mejor, la idea del progreso universal sólo puede ser presentada por el sentido común en una manera sublime. \"Síguese de ello que la universalidad a la que apelan lo bello y lo sublime es solamente una idea de la comunidad, para la cual nunca se hallará una prueba, es decir, una presentación directa; aquí sólo caben presentaciones indirectas\", afirma Lyotard: \"Lo único cierto es que el derecho no puede ser de hecho, y que la sociedad real no toma su legitimidad de sí misma sino de una comunidad que no es propiamente nombrable sino tan sólo requerida\". Como no puede haber objeto correspondiente a la intuición de la comunidad, el respeto por la democracia invita al entusiasmo digno de una idea santa. Dice De Kesel: \"Precisamente al presentar esta idea como ?santa? uno reconocería su carácter imaginario y evitaría la pretensión de creerse capaz de cumplirla realmente. Afirmar la finitud de lo político significaría en este sentido sacralizar una idea política\". Como no puede haber coincidencia entre el hecho y el derecho de la democracia sin caer en una ilusión metafísica o trascendental, la aventura democrática está siempre atravesada por esta brecha como por una experiencia siniestra. Así, por ejemplo, afirma Derrida: \"Se trata, aquí, del concepto mismo de democracia como concepto de una promesa que no puede surgir sino en semejante diastema (hiato, fracaso, inadecuación, disyunción, desajuste, estar out of joint)\". Por último, como no puede haber identidad de origen ni de meta final, el exceso de la alteridad habita el interior mismo de la democracia radical como un destino trágico. \"La imagen trágica que debe acompañar a la democracia muestra, pues, el terror contra el cual se ha erigido como un dique\", concluye De Kesel: \"En esta imagen de lo inaceptable, la tendencia necesariamente imaginaria de la democracia choca consigo misma como contra su límite y se revela fatalmente el destino de no poder instalarse en esta necesidad sino de manera finita\".


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La filosofía política de la democracia radical, según algunos pensadores, llama asimismo a una estética. Abre la búsqueda de una analogía estética de lo político ya no a través de la intuición de lo infinito suprasensible sino a través de una presentación finita de la finitud misma. Esta búsqueda ofrece una primera manera de evitar la reducción de la aventura democrática a la estructura formal del juego parlamentario-electoral. La presentación estética del lugar del poder revela, sobre todo, la alteridad inapelable del vacío en el corazón de la democracia misma. Esta carencia es el destino siempre inacabado de la democracia. Parcialmente olvidada cuando tiene lugar el ciclo de las elecciones o el debate público, la estructura de la falta no es decible como tal sino que sólo se hace ver a través de una experiencia estética. \"De lo que no se puede hablar hay que callar\", apunta Ludwig Wittgenstein en Tractatus Logico-Philosophicus: \"Lo inexpresable, ciertamente, existe. Se muestra, es lo místico\". La tarea de la filosofía política, según algunos pensadores, es mostrar esta parte indecible, propiamente mística o estética, de la sociedad democrática. Por otro lado, para exceder el marco estricto del capitalo-parlamentarismo actual, la filosofía de la democracia emprende a veces la búsqueda radicalmente anárquica o mesiánica, más allá o más acá de cualquier situación concreta, del fondo sin fondo de la política misma -ya no en la plenitud del ser humano sino en el abismo de la libertad anterior a cualquier proyecto específico individual o colectivo. Esta búsqueda ofrece una segunda manera para no quedarse con la filosofía ni en un plano puramente trascendental ni en el solo plano de la democracia realmente existente. Más que encontrarle un fundamento a la política, la filosofía de la democracia radical en este caso se propone interrumpir la historia en una violenta repetición mimética del acto revolucionario mismo. \"La conciencia de estar a punto de hacer que explote el continuum de la historia es característica de las clases revolucionarias en el momento de su acción\", escribe Walter Benjamin en Tesis sobre la filosofía de la historia: \"El materialista histórico deja que otros se drenen por la puta llamada ?érase una vez? en el burdel del historicismo. él mantiene el control de sus poderes, suficientemente hombre para hacer que estalle el continuum de la historia\". En un sentido parecido, algunos filósofos de la democracia radical apelan miméticamente a la irrupción imprevisible, fuera de cualquier horizonte de expectativas, del acto revolucionario como un acontecimiento que si bien no ha tenido lugar de verdad, sin embargo, está desde siempre ya a punto de explotar.

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Toda filosofía política se halla bajo la condición de una política específica. La única política real del concepto de la democracia radical, sin embargo, parece residir en el doble juego parlamentario-electoral de una conversación propiamente interminable realizada a través del voto o el debate público. Para no identificarse con los límites de la democracia realmente existente, la filosofía política de la democracia radical a veces recurre a la búsqueda de una analogía estética en una presentación paradójica y necesariamente violenta del vacío de poder en el seno de la democracia misma. Mediante esta presentación estética, la filosofía política trasciende de algún modo el marco de lo que logra pensar o proponer el conocimiento de la historia o de las ciencias sociales. Esta alternativa puede llamarse archiestética si aceptamos las explicaciones de Alain Badiou sobre Wittgenstein: \"Digo archiestético porque no se trata de sustituir el arte a la filosofía. De lo que se trata es de poner dentro de la actividad científica o proposicional el principio de una claridad cuyo elemento (místico) está más allá de esta actividad y cuyo paradigma real es el arte. Se trata entonces de establecer firmemente las leyes de lo decible (lo pensable), de tal manera que lo indecible (lo impensable, que en última instancia es dado sólo en la forma del arte) esté situado como ?borde superior? de lo decible mismo\". Aparte de esta alternativa archiestética, queda el anhelo de repetir el poder de un acontecimiento absolutamente radical en una imitación, al interior de la filosofía, del acto revolucionario mismo, como cuando Benjamin quiere hacer que estalle el tiempo continuo de la historia, o cuando Nietzsche pretende romper la historia en dos. De esta manera, la filosofía política promete ser capaz de trascender la simple gestión de lo existente. Este anhelo de un acto radical puede llamarse archipolítico tomando otra vez en cuenta las explicaciones de Badiou: \"El acto filosófico es archipolítico en el sentido de que se propone revolucionar a toda la humanidad en un nivel más radical que el de los cálculos de la política\", así como ocurre, por ejemplo, en el caso de Nietzsche: \"él se propone hacer equivaler formalmente el acto filosófico como acto de pensamiento con la potencia explosiva aparente de la revolución político-histórica\".

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Si exceptuamos las alternativas archiestética o archipolítica, existe no diré exactamente una complicidad pero sí una desconcertante compatibilidad entre el incumplimiento esencial de la democracia radical y las eternas promesas de una democracia siempre por venir de parte de la mayoría de los estados contemporáneos, especialmente en América Latina. \"La contingencia es el supuesto de la libertad democrática\", leo en el programa de este coloquio: \"La democracia como el estado de derecho que le da cobijo siempre está insatisfecha, sometida al vértigo de un ?desarrollo? jamás cumplido en modo absoluto\". Comparar la filosofía de la democracia con cualquier régimen realmente existente puede parecer un acto de mala fe. A mi modo de ver, éste es precisamente el problema: el marco filosófico-ontológico de la nueva idea de democracia transforma cualquier cuestión sobre la situación actual o bien en una pregunta retórica, o bien en un acto de mala fe con respecto a la radicalidad de esta idea misma. Al menos, la acusación de mala fe tiene la virtud de revelar la necesidad de trastocar los presupuestos filosóficos del debate. De lo que se trata es efectivamente de una cuestión de fe, mejor dicho, es una cuestión de fidelidad hacia los acontecimientos. Para pensar los verdaderos procesos de la política, hace falta un marco filosófico diferente, un marco donde la democracia no aparezca como una errancia sin fin entre el contenido y la forma, entre el Estado de hecho y el Estado de derecho, entre lo empírico y lo trascendental, entre lo imaginario, lo real y lo simbólico. No es que la política, según un esquema metafísico, deba derivarse de nuevo de la filosofía, ni que sólo los filósofos puedan pensar de verdad qué es lo político. Todo lo contrario, la política en sí es un pensamiento, pero esta condición no excluye que una política como procedimiento singular de la verdad produzca efectos específicos al interior de la filosofía. De lo que se trata es de registrar cuáles son, en la filosofía, los efectos de la política de las últimas décadas, sobre todo desde el cierre de la secuencia de la revolución cultural cuyo espectro recorrió el mundo a finales de los años sesenta y principios de los setenta.

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Para poder registrar las secuencias de la política emancipatoria en las últimas décadas, desde las revueltas estudiantiles hasta la movilización zapatista, la filosofía debe ir más allá de la deconstrucción, en nombre de la diferencia o la falta, del esquema representacional de lo político. El punto de partida para pensar la política hoy debe ser no solamente la falta estructural que desde siempre ya determina a la democracia sino, además, el exceso sobre este lugar vacío. Tal exceso coincide, sin duda, con el forzaje, incluso el terror, tantas veces invocados para amenazar la democracia con el fantasma del totalitarismo. Para pensar el forzaje de una situación sin reducirlo al terror del totalitarismo ni a la violencia de la metafísica, la filosofía debe someterse a un doble desplazamiento fundamental. De lo que se trata primero es de oponer una ontología de la actualidad, en el sentido elaborado por Michel Foucault, a la deconstrucción de la metafísica iniciada por Heidegger. En este marco, el acontecimiento ni es un fenómeno único ni es el origen equívoco, siempre dado y retrotraído a la vez, del destino de la metafísica. Lo que ocurre no es sólo el simple acontecimiento del ser en un estira y afloja siempre singular cuya apertura, al dar origen a la historia de la metafísica, es en sí anhistórica, siendo quizá tan sólo estética o poéticamente presentable. Es claro que en comparación con este origen, cualquier forzaje de la situación resulta inevitablemente en el terror. Sin embargo, no hay sólo el acontecimiento único del don de la libertad sino varios acontecimientos, en plural, cuya irrupción azarosa tiene un lugar de procedencia y un punto de emergencia históricamente discernibles. Con estos parámetros, según los cuales el ser es pensable en situación sin caer en el olvido milenario de la diferencia ontológica, hace falta cartografiar los acontecimientos específicos cuya configuración filosófica marca la actualidad. Esta misma tarea fue prescrita hace ya una década, en Manifiesto por la filosofía, por Badiou. Por otra parte, también es necesario circunscribir al sujeto de la verdad ya no sólo a partir de la carencia sino a partir de la torsión del vacío abierto por esta brecha en la situación. Suplementar las categorías de la falta o la carencia con el forzaje o la torsión de lo imposible es el eje de la argumentación por el cual Badiou en Teoría del sujeto desplaza asimismo a Lacan. En vez de limitarse a reconocer cómo cualquier sujeto está trágicamente escindido por la estructura de la falta, de lo que se trata entonces es de sostener, a partir de esta división, un proceso de elaborar verdades nuevas al nombrar los acontecimientos ocurridos, por ejemplo, en el arte o en la política. Pensar la verdad del ser en situación, torcer la división del sujeto: en esta doble propuesta puede inspirarse el pensamiento de la política para articular la crítica de la modernidad en una dirección distinta a la democracia radical basada en el pensamiento de Heidegger o de Lacan -sin abandonar los requisitos de la deconstrucción inspirada en ellos.

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La democracia aparece entonces no como un régimen político, sino como un aspecto intrínseco de la política misma, entendida como otro procedimiento genérico de la verdad al lado del arte, la ciencia o el amor. La filosofía de la democracia radical, sin embargo, no excede el marco de la filosofía política tradicional en cuanto se dedica a deliberar los usos y desventajas de las distintas maneras de ordenar una sociedad. En otras palabras, juzga la política desde afuera, en exterioridad, a partir de una comparación necesaria entre varios tipos de ordenamiento simbólico -básicamente la democracia y el totalitarismo- como otros tantos regímenes de Estado. A tal concepto de la filosofía política hace falta oponer una metapolítica, según la cual la política es un proceso inmanente de producir verdades. En Abrégé de métapolitique escribe Badiou: \"La metapolítica se opone a la filosofía política, la cual pretende que las políticas no son pensamientos de modo que es al filósofo a quien le incumbe pensar ?lo? político\". La política es en sí un ejercicio del pensamiento; para pensar, el proceso de una verdadera política afortunadamente no necesita esperar a los filósofos.

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La democracia, desde la perspectiva de una metapolítica, no constituye en absoluto un régimen de representación, pero tampoco coincide sin más con una forma de vida social. Al contrario, la democracia es un aspecto inmanente de la política, siempre y cuando esta última exceda el marco de la representatividad para designar, al contrario, un proceso de la verdad iniciado a partir de aquello que no se puede representar. Si lo irrepresentable es el punto de partida de una política, en este caso no sirve para reconocer en el vacío la trágica o mesiánica condición de posibilidad del régimen democrático, sino para extenderlo en una apuesta fiel a los acontecimientos singulares, forzando la situación allí mismo donde el vacío revela el lugar de un imposible específico. La democracia nombraría este proceso, cuya travesía define toda la secuencia de una política emancipatoria, en el cual lo imposible es torcido hacia la posibilidad, en el futuro anterior de una apuesta, de aquello mismo que resulta imposible en el estado actual de una situación cualquiera.

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La diferencia entre los dos conceptos de la democracia, el de la nueva filosofía política y el de la metapolítica, puede formularse rescatando los grandes principios de la revolución francesa. Como indica Badiou: \"Resulta que la capacidad de aprehensión inherente a los términos libertad, igualdad, fraternidad, queda intacta y que la polémica filosófica circula, de manera recurrente, entre ellos\". Sería un ejercicio iluminador el de trazar los contornos precisos de la distribución filosófica de estos términos. El punto común sería el lugar de la libertad. Lo que positivamente introduce el argumento por una falta de política en el debate sobre la democracia es la libertad como nombre privilegiado para referirse a lo múltiple sin uno. Mediante el concepto de la diferencia, por ejemplo, la filosofía política de la democracia radical tiene la virtud de registrar el posible punto de partida para una verdadera secuencia política. También podríamos decir que el difuso sentido común de la filosofía política contemporánea consiste en deconstruir el concepto de la fraternidad, traduciéndolo en términos de una comunidad destinada a quedar desde siempre ya impropia, innombrable o inoperativa precisamente por los efectos disolventes de la libertad como afirmación de la diferencia. Sin embargo, al quedarse encerrada en el debate sobre varias formas de ordenar una sociedad, esta filosofía no puede hacer más que registrar el vacío como la falta estructural en la democracia como régimen de Estado. En el mejor de los casos, lo que intenta medir la filosofía política bajo el nombre de libertad es el exceso errante de la representación del estado de una situación sobre la presentación de esta situación misma como múltiple puro. Es así como suele discutirse el lugar de la sociedad civil o las masas frente al Estado. ésta sigue siendo, sin embargo, una manera de pensar lo político en mera exterioridad. Si bien la metapolítica parte asimismo del punto real de un imposible, punto para el cual conviene todavía el nombre de libertad, sin embargo, se opone a la filosofía política en cuanto piensa la política misma como un pensamiento en interioridad. ésta es la clave del argumento en Abrégé de métapolitique de Badiou. A partir del imposible de una situación particular, una política emancipatoria elabora los enunciados prescriptivos indispensables para torcer la imposibilidad de este imposible a través de una ley universal. El proceso de una política primero asigna una medida al exceso de la representación; luego trabaja los particulares de la situación para hacer imposible todo enunciado desigualitario y volver posible la igualdad en esta distancia fija cuya medida justa es la libertad. Desde esta perspectiva, la democracia da nombre, en la filosofia, a la efectividad intrínseca del proceso de una política emancipatoria. Una secuencia política de esta naturaleza a lo mejor no es excluida en la filosofía política de la democracia radical, pero hasta ahora no se hace visible sino en un argumento ambiguo por una falta de política.


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