ANTROPOSMODERNO
El Des-Amor de Lacan
Francesc Roca

“...podría decirse que los expongo a la prueba de comer conejos crudos. Recupérense. Aprendan de la boa –duerman un poco y se les pasara?. Se darán cuenta al despertar que de todos modos digirieron algo” J. Lacan: Seminario VII (pa?g.: 340)

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- El estilo es el sujeto, 1a parte.

Quienes me conocéis por lo que escribo sabéis de mi gusto por los exordios, esos pequen?os textos con los que siempre encabezo mis escritos para intentar ilustrar con una frase lo que diré a continuación. Para mí es un juego y una manera de embellecerlos, pero también un modo de orientarme yo mismo en lo que va a venir después ya que a este exordio le puedo dar también el valor de “voz de autoridad intelectual” con la que sostener el razonamiento que le seguirá.

Con el tiempo esta afición ha acabado por convertirse en un hábito y muchas veces, mientras busco aquí y allá argumentos que me permitan desarrollar mi idea, mi conjetura, tiempo que muchas veces toma la forma de un estado de tensión que me produce desasosiego, mantengo una atención marginal en lo que leo buscando el exordio que encabezará lo que escriba y cuya función será, insisto, tanto la de procurarle belleza como la de orientar-me en su comprensión. Siempre es un hallazgo el encontrarlo, un hallazgo que muchas veces percibo con cierto alivio, alivio que por lo general sirve para “autorizarme” a escribir.

Pero, y esto forma parte de mi prurito como escritor, nunca suelo repetir estas citas ya que no me gusta recorrer dos veces el mismo camino. Cada texto, cada ocasión para mí es nueva porque cada vez me planteo el problema como nuevo, o yo me coloco como neófito frente a la cuestión que me ocupa de forma que este juego entre la tensión por transmitir algo y el deseo por, me atreveré a decir, recubrir mi razonamiento con cierta belleza hacen que el juego vuelva a comenzar como si siempre fuera la primera vez, como si nada hubiera aprendido de las ocasiones anteriores. En fin, es mi no-vela, con la que cargo.

Entonces, y siendo esto así, ¿por qué, me pregunto, he vuelto a retomar el mismo exordio que ya empleamos en el texto con el que se ha anunciado la actividad de Textos Fundamentales para este curso? Responderé diciendo que en esta frase de Lacan dos cosas llamaron mi atención entonces y que hoy quiero utilizar para introducir el tema del que os proponemos ocuparnos este an?o: la prueba de comer conejos crudos y, frente a esta prueba, la recomendación de dormir un poco para asimilar algo.

Os traslado mi reflexión. Si vamos al inicio de la cita, a las frases que la anteceden, vemos que el conejo que ahora se nos propone comer crudo no es más que, literal, un conejo sacado de una chistera para, dice Lacan, hacer surgir “del discurso psicoanalítico lo que no está en él” (Cf., loc. cit.), es decir, y así lo entiendo en una primea lectura – luego veremos que hay algo más que “no está” en el discurso psicoanalítico-, una conclusión ajena a la lógica de la demostración que la precede. Pero, ¿por qué hay que tragarse cruda esta conclusión? ¿Por qué hay que creer en la magia del mago? Tengamos en cuenta que el conejo sólo saldrá de la chistera si al mago le suponemos un saber.

Dicho de otro modo, este conejo que sale de la chistera, esta ocurrencia o esta afirmación tajante que aparece casi ex-nihilo como una piedra en el camino, no tiene el valor de una idea que se relaciona con otra idea que la precede o que la sigue, sino que tiene el valor de una afirmación enunciada con valor de verdad, de una verdad del Otro (A) al que le he supuesto el saber que sostiene el valor de verdad que le otorgo.

Pero, este saber supuesto ¿es un saber que se transmite? O, formulada la misma cuestión pero desde mi punto de vista de lector, ¿cómo hacerlo mío para que me sea transmitido? La alternativa entiendo que es doble: bien le doy un valor de afirmación del Otro (A) al que le he supuesto un saber y que, en mis repeticiones, carga con la responsabilidad del contenido y el alcance de la afirmación –es él quien lo dijo y yo sólo la repito en su nombre-, o bien hago mi propia elaboración con lo que dejará de pertenecer al Otro (A) para ser yo quien cargue con la responsabilidad de mi propia elaboración, donde tengo que vérmelas con una nueva cuestión: en esta mi propia elaboración, ¿cargo con la imagen del Otro (A) como un ideal que me orientá ¿Hago como si fuera... (puntos suspensivos a rellenar por el interesado), o prescindo, sin olvidarlo, de este ideal?

Estas cuestiones, que a nosotros inmediatamente nos remiten al tema del Padre, mantenido vivo, o muerto a condición de servirse de él, pueden seguirse en los entresijos de la relación maestro-alumno, siempre problemática bien porque el maestro no se deje matar, bien porque el alumno no sepa cómo matarlo, cómo prescindir de él aunque sea a condición de servirse, por no sentirse capaz de afrontar el vértigo de su soledad.

Para no extenderme demasiado en este punto, únicamente os transmitiré una cita tomada de George Steiner, procedente de su libro Lecciones de los maestros: “La palabra escrita no escucha a quien la lee. No tiene en cuenta sus preguntas y objeciones.

Un hablante puede corregirse en cada punto; puede enmendar su mensaje. El libro posa su main morte sobre nuestra atención. La auctoritas surge de la autoría” (Cf., op. cit., Ed. Siruela, col. Biblioteca de ensayos, Madrid, 2004, pág.: 39).

Así, volviendo a nuestro conejo, podemos preguntarnos si la condición de crudo del conejo le es intrínseca o si lo duro de comérselo está íntimamente relacionado con el hecho de que hay que comerlo en soledad. Dicho de otro modo, y teniendo en cuenta que la cita está sacada de un momento del Seminario VII en el que Lacan está repasando la tragedia de Sófocles, el conejo ¿debo comerlo con Creonte, cuya ley escrita de la ciudad nos lo cocinará, o debo comerlo al lado de Antígona acompanádo únicamente por la ley del superyó?

En cualquier caso, el conejo habrá que digerirlo, hacerlo propio, lo que me lleva al segundo de los elementos del exordio en el quiero reparar: el suen?o de la boa.


- El estilo es el sujeto, 2a parte.

En su conferencia titulada “La tercera” (in Intervenciones y textos 2, Ed. Manantial, BB.AA., 1988, pág.: 45) Lacan hace una afirmación que me sorprendió cuando la leí: “Al contrario que los de Freud, (mis suen?os) no están inspirados por el deseo de dormir; a mí me mueve más bien el deseo de despertar. Pero, en fin, es particular”.

Para seguir, me detengo en mi sorpresa que gira alrededor de este “deseo de despertar” que parece contraponerse con la afirmación que ya encontramos en Freud de que la función del suen?o es permitir que el durmiente siga en este estado de reposo, de enajenación, que es el dormir, fabricando para ello una realidad que no le resulte incómoda, una realidad que no es más que una combinación de escenario y discurso, de Imaginario y Simbólico. Pero, si este Imaginario y este Simbólico no alcanzan a velar lo Real que los acompaná, el suen?o deviene pesadilla que despierta al durmiente a su realidad, a su fantasma (($á)) en el que puede seguir durmiendo, salvo por su síntoma.

Lacan, en cambio, afirma que su deseo es el de despertar, lo que entiendo, según la lógica de mi razonamiento, como un deseo de des-velar lo Real en juego. Entonces, ¿podemos poner este deseo de Lacan en relación con lo que conocemos como “el deseo del analista”?

Esta pregunta, puesta aquí, parece mi conejo sacado de la chistera así que, para que no tengáis que reprocharme nada, daré mis argumentos que no me separan de mi objetivo que no es otro que el de balizar el terreno en el que debería moverse la discusión de este curso.

Centenares de veces hemos oído a propósito de la formación del analista, y recuerdo que el término “formación”, al menos en su acepción de “aprendizaje”, forma parte del mismo campo semántico que “enseñanza” o “Escuela”, que el análisis se acaba cuando “hay analista”, lo que podemos entender como que al analizante, a partir de un momento de su análisis, lo habita no sólo su deseo vinculado a la función fálica, sino también un deseo vinculado, me atreveré a decir, a cierta pasión por lo Real.

Pero, esta pasión por lo Real también la encontramos en la histeria que, con la persistencia de sus síntomas, muestra al Otro (A) que es él quien es impotente para hacerse cargo de este Real que a ella le angustia y que anima sus síntomas. Así entiendo que Lacan se definiera a sí mismo como una “histérica perfecta”, es decir, sin síntomas, es decir, que no retrocede ante lo Real.

Esta afirmación la encontrarán en la lección del 14-10-76 del Seminario XXIV: “L’insu qui sait d’une bevue s’aile a mourre”, título intraducible en su literalidad pero no así en su homofonía, ¡ay lalengua!, “L’insucces d’unbewusst c’est l’amour”, “el fracaso del inconsciente –“unbewusst” en alemán- es el amor”. De paso doy alguna pista sobre el título de mi texto.
Dejo aquí a la boa en su suen?o para ocuparme del título que hemos dado al este espacio de Textos Fundamentales para este curso que hoy iniciamos.


- La Escuela y la Enseñanza del psicoanálisis.

En lo dicho hasta ahora posiblemente alguno de vosotros ya habrá percibido pistas sobre lo problemático de la cuestión de la formación del analista en expresiones tales como “saber supuesto”, R.S.I., relación maestro-alumno que remite a la transferencia, etc. No obstante, realizaré una afirmación que nos servirá para empezar a entrar en el problema que nos ocupa: la formación del analista empieza en el contexto de la relación analizante-analista.

Si sostengo esta hipótesis, y es mi voluntad hacerlo, una primera pregunta se plantea a propósito del título que hemos escogido para este curso: si la formación del analista es unaria, es uno por uno como las sesiones de análisis, tiene que ver con lo Uno del analizante, Escuela y enseñanza del psicoanálisis ¿son dos conjuntos disjuntos y, por tanto, nuestro título no es más que la enumeración de estos dos conceptos?, y de ser así, ¿pertenecen ambos a un conjunto más amplio? O, por el contrario, este título ¿hay que entenderlo como la intersección de dos conjuntos sostenidos en algunos de sus elementos por una ley de pertenencia que es común a ambos?

Aunque aparentemente ambas lecturas se sostienen como antítesis una de la otra, entiendo que ambas encierran una verdad que hay que atender y considerarlas, por tanto, como dos puntos de vista del mismo problema.

Para avanzar, apartaré sin más una piedra del camino: Si entendemos al ICF como una institución concebida para la transmisión de la doxa del psicoanálisis, esta institución no tiene nada que ver ni en su concepción ni en su dinámica con una Escuela lacaniana de psicoanalistas. No me detendré en esta afirmación, obvia para muchos de nosotros, aunque no deberíamos apartar mucho esta piedra de nuestro camino y hacer como que no existe.

Sigo ahora con otra ambigu?edad del título: “enseñanza del psicoanálisis”. Cómo hay que entender esta afirmación, ¿como lo que el psicoanálisis enseña, o como una alusión a la transmisión de un saber sobre el psicoanálisis?

Si tomo la primera de estas acepciones, “lo que el psicoanálisis enseña”, con lo que me voy a encontrar es con ese mostrar, que es una manera de transmitir, lo que el psicoanálisis enseña, es decir y aunque no sólo, con el pase y sus testimonios.

De nuevo no me detendré en este punto que espero que sea retomado en alguna de las intervenciones que seguirán a ésta, pero sí que me gustaría problematizarla un poco. Para ello retomaré una pregunta que ya está contenida en la presentación del espacio para este an?o: ¿qué es lo que enseñan los testimonios de pase?

Voy a responder a esta pregunta con una observación que es solo mía y con la que pretendo dar un pequen?o puntapié a la comodidad de los escuchantes para que mantengan despierta la atención sobre el problema que nos ocupa. Decíamos en la presentación del espacio para este an?o que idealizar el pase suponía el riesgo de morigerarlo, de adormecerlo, de transformar al sujeto que testimonia de su pase en alguien que “realizó una obra humana” (Cf. Lacan: “Función y campo de la palabra y el lenguaje en el inconsciente freudiano”, in Escritos, pág.: 309) y para ello bastaría con limitarse a escuchar las incidencias del recorrido por el que este sujeto devino analista, recorrido del que quedó un resto, el sinthome, que está ahí, de nuevo, como una piedra en el camino (estoy pensando ahora en El criticón de Baltasar Gracián). Pensar que este resto sería una especie de punto final de un recorrido así completado sería una de las consecuencias de esta idealización que anáde una dificultad notable a la comprensión de lo que va a seguir.
Entiendo, esta es mi idea, que lo nuclear del pase es este “despertar a lo Real” que decía antes a propósito de este sonár para despertar de Lacan. Es decir, que una de las cosas que enseña el psicoanálisis es a no retroceder frente a lo Real, Real que, cuando no se petrifica en forma de un saber que otro completó, toma la forma de la duda, de la incógnita o del desconocimiento que generan tensión, a veces de manera insoportable. Pero ¿tiene esta tensión algo que ver con la tensión de la escucha del analistá

Acabo aquí con mi pequená patada con la esperanza de que sigáis despiertos y retomo el hilo de mi argumentación. Para ello me remitiré a la otra acepción que quiero considerar a propósito del término “enseñanza” y que no es otra que la ya nombrada antes como “transmisión”, el transmitir en relación con el aprender, con el pretender que lo transmitido sea aprehensible. De nuevo nos encontramos con una tensión similar a la anterior ya que podemos preguntarnos si es esto de lo que se trata teniendo en cuenta la separación radical que hacía antes entre Escuela e ICF, donde sí cabe pensar que es de esta transmisión de la doxa del psicoanálisis de lo que se trata.

También ahora dejaré planteado el problema al que sólo anádiré una pregunta más: El saber del psicoanálisis, el saber que se transmite como ciencia, como saber instituido (Cf. Lacan: “El psicoanálisis y su enseñanza”, in Escritos, págs.: 420-421) ¿pone límites a lo que el psicoanálisis enseñá

Sólo anádiré a esta pregunta un breve comentario que tomo de, o me inspiro en Lacan: para transmitir lo que el psicoanálisis enseña hace falta cierta herejía entendida tanto en el sentido de separarse de una verdad devenida religión, como en su homofonía francesa que alude a R.S.I. Es decir, que lo Imaginario de la posición del profesor y lo Simbólico del saber que transmite no se sostienen en lo que aquí respecta si no hay un Real en juego, Real de cuyo alcance ya he dado algunas pinceladas. A este respecto, si alguien quiere darse el gusto, lo invito a visitar las primeras páginas de la clase del 19- 11-1974 del Seminario XXII: R.S.I. donde Lacan diserta sobre la diferencia entre el hacer o decir gilipolleces (conneries) y la imbecilidad en psicoanálisis.

Doy ahora un salto para llegar al primer elemento de nuestro título, la “Escuela”.


- El estilo es el sujeto, 3a parte.

De nuevo empezaré con una pregunta: ¿cómo definirla para que la definición no coagule el concepto, para que este nuestro concepto de “Escuela” no pierda sus aristas? Recurriré a un oxímoron: la Escuela es un grupo de des-identificados que se inspira en otro de Miquel Bassols cuando nombra a la Escuela como “una comunidad de soledades” (Cf. Lo femenino, entre centro y ausencia. Ed. Grama, BB.AA., 2017, pág.: 12). ¿Qué quiero decir?
Me detendré primero en el término “des-identificados” ¿Debo entenderlo como “sin identificación”? O, por el contrario, ¿debo entenderlo como alusión a una identificación perdidá He de confesar que una de las primeras fantasías que tuve cuando pensaba en qué decir hoy aquí era la de dedicar el texto, o parte de él, a recorrer lo enigmático que tiene para mí la exhortación que hace Lacan en “La tercera” (Cf., op.cit., pág.: 81): “Hagan como yo, ¡y no me imiten!”

“Hagan como yo” parece una invitación a esta identificación, más en concreto a la identificación al líder de la que habla Freud en “Psicología de las masas y análisis del yo” pero, a continuación y entre signos de exclamación que la hacen resonar como una especie de prohibición paterna, aparece este ¡y no me imiten! que parece contradecir la propuesta seductora que la precede.

Si pienso esta contradicción, aparente, desde el punto de vista del Complejo de Edipo puedo leerla como una invitación a matar al padre a condición de servirse de él. Pero, si lo pienso desde el punto de vista de mi herejía, con lo que me voy a encontrar es con este Lacan apegado a lo Real, a un Real que, en su condición de tal, es intransferible y que, si acepto la invitación de hacer como él, con lo que me voy a encontrar va a ser con mi propia ignorancia que, para no hacer el imbécil, voy a tener que cargar con ella como una “docta ignorancia”, como una ignorancia que me enseña a instalarme en la tensión del aprender. Sería una forma de “Transferencia de trabajo”, de la que me voy a ocupar a continuación.
Por otro lado, este des-identificado me remite necesariamente al uno por uno de la sesión analítica, espacio en el que la elaboración del analizante está íntimamente relacionada con la transferencia al analista. Citaré aquí a J.A. Miller: “...la trasferencia en el psicoanálisis traduce que en ese nivel el saber sólo se transmite por Eros...El amor es lo que pone a trabajar. El amor se dirige al saber y el resultado es un trabajo (el del analizante) que se hace bajo la égida del amor” (Cf. El banquete de los analistas, Ed. Paidós, BB.AA., 2000, pág.: 172).

Pero no es ésta la transferencia que aquí nos interesa, sino la que Lacan llama “transferencia de trabajo” como única forma de transmitir la enseñanza del psicoanálisis. Cito el mismo texto de Miller un poco más adelante: “La tesis de la transferencia de trabajo apunta a la transmisión a otro de lo que el psicoanálisis enseña, y formula el camino, que no es el del trabajo de transferencia inventado por Freud, nombrado por Freud, sino al que Lacan se refiere como una transferencia del trabajo: exactamente, que el trabajo sea transferido uno por uno”. Y sigue más adelante: “De aquí que Lacan sostuviera que ante todo quería transmitir un estilo, lo cual no está del lado del mimetismo” (Cf., op. cit., pág.: 173).

(N.B.: coloquen en este punto la cuestión del control y verán como se desprende de su capa de enseñanza por no responder a la pregunta “maestro, en tal caso ¿qué hay que hacer, qué hay que decir?” (Cf. Lacan: “Discours de Rome”, in Autres écrits, Ed. Seuil, París, 2001, pág.: 134) para adquirir todos los matices de la tensión del analista enfrentado a su propio Real en el contexto de su propia práctica.)

De nuevo dejo este punto en suspenso, en tensión, con suspense, para seguir con la idea de grupo referida a la Escuela. No obstante, y para protegerme de la idea que pudiera quedar sugerida de entender este “grupo de des-identificados”, esta “comunidad de soledades” como sinónimo de una cacofonía de voces simplemente quisiera recordar la institución de la “disputatio”, piedra angular de la Universidad medieval, es decir, de la invitación a la discusión, feroz si se quiere, en el ámbito de la “afectio societatis”. Es una tensión que, tanto la Escuela como una de sus creaciones, el cártel, debe saber manejar. De hecho, una de las funciones del “más uno” del cártel debería ser la de favorecer esta discusión, la de favorecer que como “padre muerto” puedan prescindir de él a condición de servirse de su autoridad para mantener la tensión dentro de un cauce que haga progresar la discusión.


- El estilo es el sujeto, 4a parte.

Quedan aquí esbozados algunos aspectos de mi idea de Escuela, pero no quiero abandonar el asunto sin antes detenerme a considerar dos necesidades de estructura que, a juicio de J.A. Miller, debe sostener la Escuela: “la que reproduce la ley de la sexuación masculina y la que reproduce la fórmula de la sexuación femenina” (Cf. El banquete de los analistas, pág.: 147).

De una primera lectura podríamos concluir que la Escuela se sostiene entre la universalización del “para todos” de la sexuación masculina y la singularidad del “hay al menos uno”. Esto sería colocar a la Escuela entre la uniformidad del grupo y la singularidad entendida ésta tanto como la singularidad de la relación del Uno con el “Otro goce” o, por qué no, como la discrepancia del “al menos uno”. No nos lleva esto muy lejos, aunque si apunta argumentos para entender las tensiones que a veces la Escuela soporta y que alguna vez ha producido escisiones.

Pero no quiero limitarme a esto. Senálaré entonces una diferencia entre ambas necesidades de estructura en la proposición de Miller. El lado masculino aparece connotado como ley; en cambio, el lado femenino es nombrado como “fórmula”. La diferencia es importante.

A fin de no detenerme en cuestiones semánticas a propósito de la diferencia entre “ley” y “fórmula” –al fin y al cabo para la física, una fórmula no es más que la expresión matemática de una ley que rige la relación entre las variables de la fórmula- me limitaré a una sola consideración: la ley de la sexuación masculina no es más que la ley del falo, ?(x), que, en tanto seres hablantes, ata a cada uno a su R.S.I. (léase “hérésie”, herejía) lo que, si lo llevamos al escenario de la realidad de la Escuela, heme aquí ante vosotros pronunciando mi discurso, nos obliga a encarnar, a dar carne a nuestra imagen, a sostener nuestro discurso y también a soportar nuestro Real que aquí, por darle forma puedo pensarlo como mi empuje a proponer an?o tras an?o cuestiones que anádan cierta inconsistencia a nuestras certezas, o como la tensión a la que me someto an?o tras an?o cada vez que acepto ponerme en este lugar para tratar de transmitir algo y que, he de decirlo, siempre me angustia la posibilidad de no saber hacerme entender, de no llegar a transmitir ese algo. Es mi “Otro goce”, o mi “goce Otro”, o mi goce vivido como alteridad ya que mi temor a la impotencia de no transmitir está colocada en vosotros como mi alteridad, como lo otro de mí mismo.

Es en este sentido en el que entiendo la pertinencia de anñadir a la ley del falo la fórmula de la sexuación femenina (existe al menos uno que no sigue la ley del falo) que, en lo que estamos diciendo ahora, no apunta más que a esta condición de radicalmente-8-
singular del sinthome, de lo Real de cada uno, en su relación con la Escuela. Es lo que hace a esta Escuela, y a la enseñanza del psicoanálisis que promueve, necesariamente uno por uno.

Me tomo un respiro para decir que el terreno que hemos ido balizando hasta aquí con esta sucesión de preguntas apenas planteadas es el tablero en el que tendremos que jugar nuestra partida de este an?o, tablero en el que, además, ni están puestas todas las balizas ni las puestas hasta ahora tienen que estar necesariamente colocadas de la forma correcta.

Podemos preguntarnos, no obstante, en este juego cuáles son las reglas para el Uno que lo practique.


- El estilo es el sujeto, 5a parte y última por el momento.

Primera regla: aunque es el Uno quien juega no lo hace sin el Otro con quien, como hemos ido viendo, mantiene una relación compleja. Teniendo en cuenta esto ¿cómo se juega la partidá

Para una lectura posible de los entresijos de este juego me remitiré a un matema de Lacan que siempre me ha apasionado: el grafo del deseo.

Antes de recorrerlo, y para entender mejor este matema quizá deberíamos preguntarnos qué es un grafo. Su origen matemático hay que situarlo en la curiosidad y en la voluntad de comprensión del creador de este concepto de grafo, el matemático Leonhard Euler y saber que un grafo no es más que el dibujo de una red compuesta por nodos o vértices y por los trayectos entre ellos denominados aristas o arcos.

La pregunta de la que Euler partió no fue más que fruto de su curiosidad: en la época en la que vivía en Konigsberg la cuidad estaba, como hoy, atravesada por el río Pregel cuyos brazos definían una isla y tres masas de tierra unidas todas ellas por 7 puentes, lo que daba lugar a numerosas posibilidades para el paseo. La pregunta que atrapó a Euler fue la de si era posible proponer un trayecto que empezara y terminara en el mismo lugar pero que pasara una sola vez por cada puente. (Cf. Joaquín Navarro: Euler, el análisis matemático. Números al límite. Ed. RBA, Barcelona, 2012, págs.: 65- 69).

La solución fue que sólo hay un circuito así si el número de nodos de grado impar, con un número impar de aristas, es igual a cero, como es el caso de nuestro grafo.
Entonces, para pensar nuestro grafo del deseo como un circuito euleriano debemos partir de la afirmación de que I(A), punto de llegada y $, punto de partida, son idénticos lo que nos obliga a sostener que, si pensamos este I(A) como superyó, y éste como equivalente al goce, al $ debemos pensarlo como dividido por el goce, lo que para nosotros es ya una afirmación que se puede sostener sin necesidad de su demostración ahora por lo que no me detendré en ella, aunque sí consideraré un matiz: “UberIch” se ha traducido mal al castellano por “superyó” (no en cambio en francés, traducido como “Surmoi”) ya que literalmente debería traducirse como “sobreyo” pues la preposición “Uber” tiene en alemán, entre otros, el sentido de “sobre”, “por encima de”, “más allá de”.
Por tanto, y abrevio, podemos pensar que el punto en el que empieza y acaba nuestro recorrido del grafo, el mío como autor de lo que os leo y el vuestro que me escucháis, no es otro que el Yo que carga con estas dos caras.

Veamos si quiera brevemente las estaciones de este recorrido. El punto de partida es este Yo en su condición de sujeto dividido por un deseo, insisto en el singular aunque este deseo en lo social tome distintas formas, un deseo en tensión más o menos angustiosa, pero el punto de llegada es este mismo Yo pero en su posibilidad de encarnar un ideal, el ideal del padre (I(A)).

En su parte de recorrido más o menos consciente de este trayecto va a encontrarse en el primer piso, marcado por lo Imaginario y lo Simbólico de esta encarnación, con el Otro (A) y con los argumentos que lo sostienen en este lugar, sus insignias (s(A)). Pero, para alcanzar este lugar del Otro tendrá que recorrer una primera arista en el trayecto de ida, la de su propia imagen idealizada, su yo ideal (i(a)) (“Sen?or no soy digno de que entres en mi casa,...”) que lo sostenga de forma suficiente para dirigirse a este Otro, y en el camino de vuelta tendrá que cargar con su propia imagen como yo (m), como imagen de sí, suficiente o no, digna o no para encarnar a este Otro como ideal (I(A)).

De nuevo nos encontramos como una tensión que, como un mal sueño se nos ha repetido a lo largo del texto y que puede tomar la forma de una pregunta: ¿de qué me autorizo yo para proponerme como quien puede enseñar psicoanálisis? O, sería más exacto preguntar ¿de qué me autorizo yo para proponerme para mostrar lo que el psicoanálisis enseña ya que no puedo hablar más que en nombre propio?

Esta tensión de querer hablar en nombre propio es la que me hace pasar al segundo piso de nuestro grafo cuando, al dirigirme con avidez a los que considero como los, o mis, maestros del psicoanálisis, éstos me interpelan a través de las luces y las sombras de sus textos y me preguntan ¿Qué vuoi? (...pero una palabra tuya bastará para salvarme).

Esta segunda parte del trayecto me llevará al encuentro de Otro (A) que no responde a mis demandas, que no me entrega su saber y al que considero, por tanto, incompleto (S(A/)), lo que me deja solo frente a una demanda que también a mí me descompleta y que, por tanto introduce en mí la división de mi deseo que no se satisface (($?D)). Con esta demanda que da vueltas en su insistencia Lacan dibujó la figura topológica llamada “toro” en cuyo vacío central situó el objeto causa de deseo, el objeto a.

De nuevo, para alcanzar estos nodos tendré que recorrer dos aristas, la del deseo que provoca y sostiene mi demanda que insiste, trayecto de ascenso, y la de mi propio fantasma (($á)) que, como decorado de teatro, sostendrá con mayor o menor eficacia (Síntoma) mis argumentos para ser digno de apropiarme de estas insignias del Otro (s(A)) con las que representarme como ideal.

Parafraseando la anterior cita del “Discurso de Roma”: “maestro ¿qué debo hacer en semejante caso? ¿Cómo actuaría usted?” (Cf., loc, cit,), podemos pensar que todo este recorrido se sitúa entre la tensión de mi demanda, paráfrasis a su vez de las preguntas kantianas “¿qué puedo saber? (Fe), ¿qué puedo esperar? (Esperanza), ¿qué debo hacer? (Caridad)” (Cf. E. Kant: Crítica de la razón pura. Ed. Alfaguara, Madrid,8a ed., 1993, pág.: 630. Los paréntesis son míos), y el silencio, tan recordado por Lacan, del maestro zen.

Permitidme que nombre este trayecto, que una y otra vez se repite, del modo en que Lacan nombra su “Discurso de Roma” en “La tercera”: el grafo no es más que un “disc urdrome” (Cf., op. cit, pág.: 74), un trayecto (drome) que, inconsciente y originario (en alemán, este prefijo “Ur” anáde el sentido de originario, pretérito), cual disco rayado, una y otra vez repito para sentarme, ahora y todas las veces pasadas y las por venir, ante vosotros.

Paro aquí para no precipitaros en el aburrimiento. No sería bueno ni para vosotros por su capacidad para suscitar desasosiego -¿qué hago yo aquí escuchando a este pelmá-, ni, permitidme la ironía, para mi prestigio.

Ahora, y sin que medie la palmada que interrumpe el silencio del maestro, afilad los dientes y preguntad. Si no, vuestro esfuerzo y el mío no habrán valido la pena.

Gracias.


Valencia, septiembre 2018.
Publicado en la Escuela Lacaniana de Pscioanálisis del Campo Freudiano.



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