Christoph Haizmann, los demonios

Alberto Constante

Publicado el: 09/03/06

    


Yo, Christoph Haizmann,
firmo un pacto con este señor,
comprometiéndome a ser su hijo
y siervo durante nueve años.

 

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Una neurosis demoníaca del siglo XVII, de Freud, es un libro sui géneris, él se asienta sobre el presupuesto de que las enfermedades neuróticas durante el medioevo se presentaban con un rostro demonológico y que es probable que se hablara de demonología como un recurso para cubrir algunas neurosis. Muchos de esos casos, muchos de esos influjos demoníacos (algunos de ellos probablemente dibujados en el Malleus Malefecarum, de tan aciaga memoria) Freud señalará que pertenecen a esa forma en la que la Edad Media tuvo de proyectarlos hacia el exterior, a la manera de un testimonio, de una huella mnémica.

Para Freud mismo esta idea nos revela un cambio de mentalidades, una transformación que apenas lleva tres siglos y que fue fundamentalmente promovido por la revolución que operaba el surgimiento del discurso científico, así como de la reinterpretación que éste permite acerca de los fenómenos pensados desde las coordenadas de una ignorancia y de una metafísica que mostraba ser el asidero principal de una religión. Como la iluminación de un rayo que anuncia el sonido y la furia, así llegó eso que denominamos modernidad. Lo moderno sería lo actualmente adecuado. Lo moderno se contrasta por oposición con lo antiguo, si es moderno es porque lo diferenciamos de lo antiguo. La conciencia de que algo es moderno no es algo que haya existido siempre, implica una conciencia de época y diferenciación de épocas anteriores. Y qué perplejidad nos corrompe el corazón cuando podemos advertir que fue en la segunda mitad del siglo XVII donde se produce la famosa ?Querelle?. Por una discusión entre ?lo antiguo? y ?lo moderno?, fue que somos lo que somos.

Evidentemente para Freud, que está instalado en la modernidad y que está escribiendo sobre la neurosis demoníaca, ya no se trata de la creencia medieval en las posesiones, ni de la fantasía eclesiástica del demonio, ni de las tentaciones de Satán, el adversario de Dios o el tentador, sino de un gesto, un signo psicoanalítico, susceptible de interpretación y de revelación, de ser comprendido como mensaje cifrado, como transacción ante un conflicto; un símbolo que es susceptible de ser declarativo, una señal de la que se obtiene una verdad fundamental, en suma, la manifestación de un síntoma(1), una falla en el funcionamiento que desarregla o destruye una armonía.

Recién despertaba Europa a la época Moderna, recién la razón se apoderaba del horizonte del pensar y las verdades de razón se cimentaban bajo la figura del cogito cartesiano, esa Europa prodigiosa fue presa de una grave crisis religiosa y moral. Mientras Europa experimentaba la inestabilidad social y la inseguridad política, pero al mismo tiempo se entronizaba la secularización del tiempo y del espacio, a su lado, como una sombra se levantaba el imperio falaz de ?Satán?(2). Durante un siglo o más, Satán se dedicaría a tentar a los hombres, a captar las inteligencias, hostigar las voluntades y obnubilar los espíritus; atraería hacia sí una multitud de fieles para mantenerlos bajo su yugo, con frecuencia hasta llegar a la muerte en la hoguera; tendría su culto con sus iniciados, sus ministros y sus pontífices; el templo de su religión se levantaría en el seno mismo de la cristiandad. Ni herejía ni superstición, sino más bien inversión dogmática.

Las causas son múltiples: antifeminismo surgido, sin duda, más de una realidad social que de un tema literario o de un prejuicio religioso; malestar social debido al hundimiento de las antiguas fortunas de los terratenientes y a la constitución de nuevas riquezas que tenían el comercio como fuente; decadencia moral de la Iglesia que se mostraba por una abundancia de panfletos anticlericales. A esto se añade la ignorancia religiosa de las masas, analfabetas en su totalidad(3) y, con frecuencia, quizá otra más terrible: la fanática ignorancia de sus pastores. Una prueba de tal desorden fue la proliferación de sectas. Sólo una minoría se salvaba del desequilibrio general y su voluntad de reforma conduciría al Concilio de Trento. Algunos, en su desvarío, esperaban un nuevo profeta que encontrarían en Lutero; otros se abandonarían a las supersticiones que se desarrollaban como nunca(4).
Para los hombres europeos del siglo XVI el universo estaba ordenado alrededor de la tierra, el espacio celeste era imaginado como poblado de extraños seres, en el Hymne des Daimons de Ronsard (citado por Lucien Febvre) dice, por ejemplo:

Cuando el Eterno construyó la gran casa del mundo,
Pobló de peces los abismos de la onda,
De hombres la tierra, y el aire de Demonios y los Cielos
de ángeles, y a este fin, no hubo más lugares
Olas en el Universo, y según sus naturalezas
fueron todos colmados de criaturas propias...

No se trata de fantasía poética. En el siglo XVI los europeos tenían en sus concepciones del mundo una mayor familiaridad que nosotros con los ángeles y los demonios, estos hombres llevaban consigo un extraño universo fantasmagórico y encantado de especies singulares. Filósofos como Giordano Bruno abrazaban de modo apasionado la antigüedad greco-romana, así como muchos de los médicos de la época que durante generaciones formaron los hijos de Hipócrates, en sus tratados de Medicina Universal pululaban los espíritus errantes con los que explicaban todo, eran útiles o maléficos, buenos y malos según las circunstancias; los ángeles y los demonios eran los intermediarios entre Dios y los hombres y se enfrentan en ejércitos: el escuadrón precioso de los ángeles que rodean a Dios en una guardia silenciosa (ángeles sin cuerpo ni pasiones, verdaderos ciudadanos del Cielo e inmortales espíritus divinos, perfectos y puros), contra la tropa tumultuosa de los demonios, bajo la luna espesa y poblada de un aire denso, nublado, que está en todas partes, colmado de vientos, rayos y lluvias.
Los hombres medievales eran constantes presas del temor divino o diabólico. Más que en el amor a Dios, su obediencia a la Iglesia, al Papa y al Rey cuyo poder provenía de Dios, se basaba en el miedo al Purgatorio, a los martirios del infierno o a la furia incontenible de ese Dios ?que venga mis agravios?. A su natural incompletud, a su ser finito y carente, debía el hombre su ser inerme frente a la Dios, el demonio o la naturaleza. La peste negra se sabe que redujo al cincuenta por ciento la población europea durante un período del medioevo; y en la mirada encarcelada del hombre medieval colocaba detrás de las catástrofes naturales, sociales o incluso personales, a la divinidad o al demonio.
Demonios extraños, cuya naturaleza participa a la vez de Dios por su inmortalidad y del hombre por la plenitud de sus pasiones:
"ellos desean, temen
Quieren concebir, aman y desdeñan
Y no tienen nada propio a ellos, sino el cuerpo solamente"(5).

Quizá por ello Freud dice luego que los demonios son los ?deseos malos?, los retoños de mociones pulsionales reprimidas, que los hombres de la Edad Media proyectaban desde su psiquismo, desde su vida interior de neuróticos, hacia el mundo exterior. Y no obstante, algunos de esos demonios son, para los hombres medievales, buenos:
"los buenos vienen del aire, hasta en sus bajos lugares
Para hacernos saber la voluntad de los Dioses
Cuentan a Dios nuestros hechos y nuestras plegarias
Y desprenden del cuerpo nuestras almas prisioneras".(6)

Son ellos los que envían los sueños, la profecía y el arte oscuro del saber por pájaros agoreros el futuro. Los malos demonios, al contrario, traen a la tierra "las pestes, las fiebres, el abatimiento, las lluvias, los rayos / hacen sonidos en el aire para espantarnos....". Todos los signos de la tragedia aparecen en el cielo, en los soles dobles, en las lunas ennegrecidas, en las lluvias de sangre, todo lo que en el aire se hace monstruoso; en el Hamlet de Shakespeare e incluso en el Fausto de Goethe se recrean magníficamente estos cuadros del hombre medieval sumergido en una fantasmagoría cotidiana, porque su universo está poblado de espíritus y de demonios, de criaturas semi-divinas, de agentes e instrumentos de la causalidad, que tienen al alcance de su mano las fuerzas naturales.
La transición a la modernidad fue lenta, quizá más de lo que podría soportar una época, y aunque la modernidad no fue mejor, como hoy podemos colegir, la luminosidad del medioevo no alcanzó para iluminar las sombras en las que el hombre vivía. Un hombre del siglo XVII como el pintor Christoph Haizmann, no solamente creía y estaba envuelto y sumergido en esta metafísica del miedo sino que también pensaba, sentía, veía el mundo bajo ese enorme cielo estrellado de demonios y ángeles, de espantos y terrores, de augurios y presagios.

Dioses y demonios estaban en la maquinaria mental de su época. En la historia de Christoph se lee que podía sufrir vejámenes del demonio o ser maltratado por las figuras sagradas que lo visitaban de manera indiferenciada: Cristo o María. En el imaginario colectivo estas figuras estaban a zuhandensein, por eso Haizmann acudirá a ellas como sustituto de su padre fallecido; Freud no deja de anotar marginalmente que el Praefectus Dominii Pottenbrunnensis lo interrogó para averiguar la causa de su opresión y que, tal vez, en esta entrevista, le ?sugirió? a Haizmann la fantasía de su pacto con el Espíritu Maligno.

Sabemos que en 1909, en la sesión del 9 de enero de la Sociedad Psicoanalítica de Viena, el editor Hugo Heller presentó un comentario sobre una historia del diablo de Gustav Roskoff, allí aparecen los datos de la apariencia exterior del diablo. El texto cita la Historia Eclesiástica (Libro V) donde se describe la primera aparición del diablo:(7) con la ayuda del prefecto, el obispo Marcellus de Apamée, en Siria del siglo IV, intentaba quemar el templo pagano de Zeus. Pero un diablo negro apagaba el fuego cada vez. Asimismo, se sabe que Zeus es el Dios de los dioses en la Grecia antigua, un padre entonces; es singular que sea como diablo que custodie su templo.

Freud aclara en la discusión que los dioses de los pueblos vencidos u oprimidos devenían diablos para sus vencedores u opresores, lo cual es una tesis que se reencuentra en el libro sobre Haizmann, esto implica un problema racial, segregativo, en la creación del diablo. Pues si el obispo Marcellus fue el primero en describir el diablo, Freud recuerda que dicho obispo había vivido en áfrica, lo cual vuelve comprensible que el diablo hubiera adquirido el color de la raza despreciada. En el siglo XVII la creencia en el diablo se refuerza como hemos visto, y por ser contemporáneo a la aparición de la sífilis, la iconografía comienza a representarlo como rojo.

Con el principio de la Reforma, o mejor, de la Contra-reforma, el diablo aumentó su poder considerablemente. De manera abrupta, deviene malvado y se lleva a las personas. Rápidamente pasa de ser acusador a ser el tentador que inspira los deseos y pulsiones al hombre. Y es en el mismo siglo IV que aparece por primera vez la idea de que es posible hacer pactos con él para obtener goces sexuales; sin duda esas son las raíces de la leyenda del Fausto, que tanto sedujo a Marlowe, como a Goethe, a Freud o, más aún, a Mann y a Valéry.

Del siglo VII al XIII la creencia en el diablo se desarrolló a la par que toda la escatología cristiana y sirvió a la imaginación colectiva para contrastar el poder de las personas idealizadas; el diablo es, al mismo tiempo malo y como un animal que simboliza la sexualidad, es, sin duda, una figura superyoica, obscena y feroz, muy cerca del animal, en lo cual se revela un rasgo totémico. La creación del personaje del diablo se produce paralelamente a la caída de los dioses "paganos" y su degradación en demonios que personifican las pulsiones sexuales enunciadas por Freud. Por eso es un retorno de lo reprimido en el siglo XIII, porque con el escepticismo lo que aumentaba era el placer pagano de vivir como errante, cantando a la primavera, a la felicidad del amor sensual, a la taberna, como en los cantos goliardos de Carmina Burana recogidos, muchos siglos después, por Carl Orff.

Pero el temor al diablo aumenta con la represión de ese disfrute. El diablo es, entonces, la expresión de un conflicto psíquico en una sociedad. Por eso, la encarnación del diablo presenta rasgos y caracteres sexuales reprimidos, los cuernos, la larga cola, el pene como serpiente. Personifica las pulsiones inconscientes reprimidas. La persecución y los procesos de las brujas, cada vez más frecuente como arma de la Contrarreforma, asciende con fuerza en su función de represión de las pulsiones y, con ello, refuerza la creencia en el diablo instigador de todos los males. Pobre diablo, su ascenso a Maligno, su enorme poder es, paradójicamente lo que salva al cristianismo de la desintegración al comienzo del Renacimiento, ya que para luchar contra el maligno la Iglesia tenía que estar unida.

No en balde, la mezcla de placer y crueldad es un rasgo característico de la creencia en el diablo y las brujas. Hoy se podría reconocer en él el sadismo, producto de la imbricación de la pulsión de muerte y la pulsión sexual; pero también se puede ver allí el masoquismo originario, que en los histéricos, llamados poseídos en esa época, los empujaba al sufrimiento y a la muerte, con el martillo de las brujas y los sofisticados dispositivos de tortura y crueldad imaginadas y realizados por los santos verdugos.

Freud había avanzado su primera interpretación al respecto, poniendo de relieve que el diablo personifica pulsiones inconscientes y remueve los componentes sexuales. Reemprendía, de este modo, la hipótesis elaborada en el breve ensayo Charakter und Anelerotik, de 1908(8), en el que analizando el placer de la defecación en la fase anal, observaba que, en las fábulas, el diablo regala a sus secuaces tesoros que después se transmutan en estiércol: ?Ciertamente, el diablo no es otra cosa que la personificación de la vida pulsional inconsciente removida.? Liberada de la envoltura teórica de la terminología anal, el tema corresponde al aspecto instintual, celado e institucionalmente negado de la figura infernal en la sociedad europea, como expresión de los placeres carnales apartados de la ética y de la normativa detonante. La hipótesis era renovada por H. Silberer en 1910: ?El diablo y las siniestras figuras demoníacas de los mitos son, sobre el plano psicológico, símbolos funcionales, personificaciones de los elementos separados y no sublimados de la vida instintiva!?(9)

Está línea de lectura se enriquece con otros motivos en el ensayo que Ernest Hones publicó en 1912 sobre las supersticiones medievales(10). Para Jones, la historia del diablo coincide con la historia del miedo de las angustias propias de los psiquismos personales. La creencia en el diablo representa en gran parte la exteriorización de dos series de deseos removidos derivados del complejo infantil de Edipo, el deseo de imitar algunos aspectos de la figura paterna y el deseo de desafiar al padre. En tal creencia se implican, por consiguiente, la emulación y la hostilidad, como componentes ambiguos de la relación con el padre. Se da aquí una identidad originaria de Dios y del diablo, como dos aspectos de la misma realidad míticamente advertida en sus contradicciones opositoras, que Jones estudia en varios contextos etno-histórico-religiosos.

En el texto de Christoph Haizmann(11) Freud piensa que el demonio refleja cuatro experiencias psíquicas diversas: el padre por el cual se siente admiración, y de cuya potencia sexual el niño siente envidia (he aquí, por tanto, la fuerza sexualizada y libídica del demonio); el padre contra el que se advierte una decidida hostilidad y que es, él mismo, hostil al hijo (de aquí la figura diabólica portadora de pene y destrucciones); el hijo que emula al padre, que copia deliberadamente a Dios (el diablo, simia Dei); el hijo que desafía al padre, el gran rebelde que se vuelve contra Dios y que es arrojado del cielo. Lo que prevalece, en cualquier condición es la ambivalencia de sentimientos del hijo hacia su padre, se le atribuye a éste toda la dimensión de odio y crueldad que el cristianismo ha escindido de la figura de Dios, antes iracundo, vengativo, pero también tierno y protector con el cristianismo.

El diablo es, entonces, una suerte de encarnación de la pulsión de muerte en una figura paterna al servicio del superyo. En un principio, Freud veía en el diablo a un fantasma colectivo, construido según el modelo del delirio paranoico y continente de un fantasma de justificación. Además, le parecía a Freud que este relato tenía la característica del autocastigo marcado en la persona del diablo que viene a buscar al pecador. Dios y el diablo hacen parte del complejo paterno. Quizá por ello Freud nos recuerda que se trata de un ?ángel caído?, es decir, en cierta medida Satán, Lucifer, es la contraparte de Dios y está muy cerca de su naturaleza; Dios y el demonio fueron idénticos. Bastaría con recordar que en las religiones antiguas Dios mismo reunía todos los rasgos espantables, ya el furibundo Yahvé es un dios vengador, iracundo, despiadado; y sólo más tarde fueron contrapuestos y escindidos estos componentes. Sólo más tarde Dios fue amor y caridad.

A comienzos del siglo XVII, la Iglesia ofrecía la seguridad de la religión, aunque pocas respuestas a los infinitos enigmas. Sabemos, gracias a la lectura del manuscrito "Trophaeum Mariano-Cellense", que el pintor bávaro Christoph Haizmann, el 5 de septiembre de 1677, acudía ante los Padres de la Iglesia, al santuario de Mariazell, como un mísero hombre, destituido de todo auxilio, porque el 29 de agosto precedente, mientras estaba en la iglesia, había sido presa de violentas convulsiones, las cuales continuaron en los días sucesivos, según la carta de presentación del párroco de Pottenbrunn quien había examinado a Haizmann para averiguar el eventual origen diabólico del mal, y el pintor había admitido que nueve años antes había estipulado un pacto escrito con el demonio en el cual se comprometía a entregarle, al cabo de nueve años, el cuerpo y el alma. Por esto se había dirigido al santuario, esperando que, en la inminencia del término del plazo, la Virgen lo liberara de aquel pacto escrito con sangre.

Su preocupación encuentra sentido en el hecho de haber cedido al Demonio que nueve veces lo habría tentado. Su plazo termina en días, profundamente arrepentido necesitaba de la gracia de la Madre de Dios - hay ecos de Gonzalo de Berceo, cuya virgen también intercede por el arrepentido Teófilo en De cómo Teófilo hizo carta con el diablo, -la virgen de Mariazell quien debería conseguir el pacto escrito con sangre. El pedido es escuchado pues él recibe el ocho de setiembre en la Santa Capilla el pacto de manos del propio Diablo que aparece con la forma de un dragón alado. La historia es contundente, a la voz del pintor se suma la de los sacerdotes que atestiguan lo dicho.

Pero mucho mayor es nuestro asombro cuando nos enteramos que Haizmann ha firmado dos pactos, el relato pertenece a la firma del segundo pacto. Sospechamos junto con Freud que la víctima del relato pudo haber tenido el documento consigo y que al soltarse de los religiosos que lo sostenían, se precipitó luego al rincón de la capilla donde estaba la aparición para regresar con la cédula. El episodio que debió haber traído la calma y el sosiego al pintor no se dio; por el contrario, el once de octubre comenzaron nuevos ataques pero esta vez figuras sagradas lo visitan y lo atormentan tanto como las figuras demoníacas que habían aparecido anteriormente. Vuelve entonces a la capilla y a través de la plegaria recupera el otro pacto.

La forma en que los dos pactos habían sido redactados atestiguaba el compromiso solamente por parte del pintor contratante, puesto que probablemente en ellos estaba tácitamente presumida la prestación tranquilizadora del demonio que le liberaría de la condición de postración en que se encontraba. En el pacto escrito con tinta, el contraste declaraba: En el segundo pacto, escrito con sangre, se repetía: ?Con este pacto me declaro comprometido a ser hijo y siervo de Satanás y, al cabo de nuevo años, a pertenecerle en cuerpo y alma?(12).

¿Cuáles habían sido para Freud las vicisitudes del pintor, como historia de una neurosis, que lo habían llevado a cerrar el doble pacto? A Freud le pareció significativa, al término de su análisis, la mención de servidumbre y filiación declarada en ambos pactos (aun cuando la misma forma parte de la terminología acostumbrada y genérica de este tipo de contrataciones demoníacas). Si el estado depresivo y la incapacidad laboral derivaban de la pérdida del padre, el pacto encontraba la esperanza de recuperar cuanto había perdido, es decir, la posibilidad de obtención de un sustitutivo paterno.
Clínicamente se encontraba en presencia de un caso de depresión melancólica y de inhibición de la capacidad laboral, acompañada de una legítima ansiedad por el propio futuro. No obstante, en el escrito resultaba una señal particularmente relevante: la melancolía se había determinado en el pintor por causa de la muerte de su padre. En este clima de tensión, el diablo le había prometido su ayuda. De aquí se desprende la teoría freudiana (de alguna manera, ya presente en la hipótesis de Jones) según la cual la figura de Dios y la del Diablo representan, en contraposición, la figura del padre.

Según todo esto, el Diablo le restituye a su padre perdido. Lo que nos sorprende es cómo el Diablo puede ocupar el lugar de una persona amada. Sabemos que quien lleva el nombre de Padre (el Padre Nuestro lo confirma) es Dios. La dualidad aparece. El demonio es la contrapartida de Dios pero por su naturaleza también se le parece. El diablo de la Edad Media es un ángel de naturaleza divina; en la antigüedad la figura de Dios y el Diablo es una sola, la descomposición en dos fue posterior. Así en el siglo XVII pensar la figura del Diablo como copia de la del padre es posible.

Había, para los hombres de esta época, un Dios como figura de un padre omnipotente y temible, pero en vista de que el cristianismo diezmó el monoteísmo y bajo la jerarquía medieval de ángeles, arcángeles, serafines, querubines, vírgenes, santos y el demonio, introduce un politeísmo mezclado de animismo, su omnipotencia comienza a resquebrajarse o a distribuir su poder en el cortejo mencionado y además, en el cortejo terrenal que lo representaba en su Iglesia; es a través de este último, que el Dios-Padre no puede permanecer intachable en su poder. En efecto, los poderes terrestres se desequilibran, los reyes pretenden hacer pagar tributos a la iglesia, Felipe el Hermoso manda arrestar al Papa Bonifacio, los papas se refugian en Avignon, y luego de la revuelta del poder laico sobre el religioso, la Iglesia comienza a administrar los bienes no terrenales pero a cambio de los terrenales; los príncipes, duques, condes, marqueses, purgan sus culpas en la tierra y se aseguran el cielo, construyendo templos, dando a la iglesia riquezas, ejércitos.

El Renacimiento llevó con él, para los artistas con talento, una actitud de mecenazgo por parte de la Iglesia y de las casas de los nobles, por cuanto la construcción masiva de templos y palacios, implicó una importante fuente de producción de arte. Quizá la necesidad de encontrar un mecenas, es decir, un padre nutricio, que asegurase toda su vida, podría ser el fundamento de la fantasía ambiciosa de Christoph Haizmann, pues como se sabe, su talento era escaso y, además, lo atormentaba una inhibición y era un "eterno lactante", poco dotado para mantenerse a sí mismo, un pobre diablo, ironiza Freud. Pero, en este panorama surge la Reforma; la Contrarreforma no se hace esperar, aparecen los jesuitas cultos que se enfrentan a los luteranistas y pronto las cruzadas comienzan a cazar y a llevar a la hoguera a los impíos, los paganos, los endemoniados, los ateos, sobre todo a las brujas, es decir, a todo el que no pensara como el Papa.

Al final del siglo XVI y hasta bien entrado el XVII, el hombre no sólo quiere creer, sino que cree, es imposible ser ateo en ese siglo. La palabra ateo o ateísta no era más que el insulto mutuo de protestantes y católicos en su división de iglesias. Ateo es la religión del otro, pero ninguno podía asumirla en el sentido moderno, sencillamente, porque ese sentido no existía. Ateo era un insulto que causaba en el oyente un escalofrío, una palabra de grueso calibre, era una palabra mayor que denotaba calificación, reto, injuria; pero era, en rigor, todo aquel que no fuera papista. Por eso, cuando alguien que aún bajo el enorme peso de las referencias bíblicas y escolásticas, con su fe intacta, se permitía la blasfemia de pensar, era asociado a un ministro del demonio, un supersticioso o un idólatra y sufría las consecuencias de la inquisición. Christoph habita en ese contexto histórico y además se hallaba en la tragedia de la muerte del padre, sumido en la nostalgia por este protector fallecido; resulta explicable que el pintor pudiera acudir a un sustituto mitológico del padre simbólico, en las figuras que la época entregaba en sus manos: el demonio.

La Iglesia católica privilegiaba la estructura sobre el mensaje. De hecho aparece, aún hoy en día, una multiplicidad de representaciones iconográficas y elucidaciones doctrinales consagradas a la victoria de la fe sobre la herejía, lo que probablemente anunciaba lo contrario de lo que se busca afanosamente probar. Tal vez se debe a esta coyuntura, que los padres de Mariazell hayan conservado el manuscrito y los cuadros del pintor Haizmann, pues representaban el triunfo Mariano sobre una posesión demoníaca, una vez más, el triunfo de la fe sobre la herejía. Es en esta época donde se da una suerte de "descristianización", una herejía global que sustituye un criterio religioso por un criterio social.

Así, a mitad del siglo XVII las reglas del discernimiento que servían para denominar como herejes a los movimientos que se desprendían de la única sociedad religiosa o que la amenazaban, comienzan a servir para restaurar las fronteras entre los grupos opuestos, y para unificarse frente a una amenaza de afuera: la alteridad pagana, atea, natural. El paganismo, en este caso, estaba representado por la naciente brujería y por el escepticismo, la primera popular, el segundo intelectual, pero ambos índices convergentes de la puesta en cuestión de las instituciones(13). Síntomas sociales que señalan una falla en el gran Otro. Christoph es un poco los dos, es artista, sabe escribir, lo cual es aún en el siglo XVII un privilegio, pero su concepción de Dios o del Diablo son populares. En esta perspectiva comienza a desaparecer la frontera entre el laico y el padre teólogo y se instaura la figura del iletrado esclarecido. Se construye una corriente "espiritual" que debuta con la aparición de la sabiduría de los santos -opuesta a la escolástica- y termina con la apología del "idiota" en el siglo de las luces. Los santos mismos son enrolados en una campaña anti-intelectual. En consecuencia, los simples como Christoph podían también tener revelaciones.

Otros cambios se producen en el siglo XVII en la vida religiosa: la ciencia religiosa reorganiza su saber. El criterio del conocimiento en lugar de ser la interpretación racional y espiritual de la tradición, comienza a buscar los hechos psicológicos constatables en la espiritualidad, hechos históricos "positivos". La distinción de los fenómenos extraordinarios de un lado y las realidades positivas del otro, se convierte en el fundamento de la ciencia religiosa en el siglo XVII. La experiencia constituye estas ciencias y les da el derecho de verificar los datos recibidos. Todo anuncia a Kant. Por eso, en el manuscrito de Haizmann se encuentran incongruencias de los monjes de Mariazell, donde unos no dudan de sus visiones, incluso aparece que los sacerdotes que asistieron al exorcismo estuvieron presentes cuando se produjo la aparición del diablo en la capilla, pero no se asegura que vieron el dragón demoníaco entregando al pintor la cédula escrita con sangre del primer pacto.

Freud anota que el testimonio del abad Franciscus proporciona esa desconfianza; dice Freud que al contrario: "declara, honrada y sobriamente, que el pintor se soltó de pronto de los religiosos que lo sostenían, se precipitó al rincón de la capilla donde veía la aparición y luego regresó con la cédula en la mano"(14), y Haizmann mismo tiene que inventarse un argumento más para justificar su recaída, que había habido un segundo pacto con el Diablo escrito con tinta, en lugar de sangre. Christoph insiste, en algún lugar, que todos no le creían. Desde otra perspectiva, la experiencia religiosa se caracterizaba entonces por la estructuración global concebida a partir de categorías generales del lenguaje: en primer lugar, la invisibilidad del sentido y de Dios mismo, se trata de un Dios absconditus (escondido).
Hay, por tanto, una disociación entre el decorado y lo que hay detrás; al respecto, dice Michel de Certau: "Los estudios del barroco, espectáculo de anamorfosis que no cesan de esconder lo que muestran, aclaran singularmente la literatura consagrada a la experiencia mística. Para comprender la ?espiritualidad? de la primera mitad del siglo XVII, hay que compararla a un arte (a una expresión) donde el cosquilleo de las apariencias nombra su inaccesibilidad del ?real?"(15). Se comprende el arte del pintor Haizmann en ese contexto, él nombra una experiencia neurótica, bajo una envoltura mística, para dar cuenta de eso que con Lacan podríamos denominar ?lo real?, es decir, el goce implicado en la actitud ambivalente hacia su padre muerto y alegóricamente transmudado en el diablo, en burgués respetable, pero también en la Bestia con tetas que recuerda al padre Tiresias metamorfoseado en Sátiro, o en un dragón alado.

Esa invisibilidad de Dios gobierna el estilo y la retórica en las artes: la literatura, la pintura, bajo la forma de la alegoría y el empleo frecuente de la mitología o de las representaciones religiosas para sugerir una moraleja escondida, en ello se ve también el valor posible de la conservación del manuscrito y los cuadros aludidos. Lo sagrado se convierte, entonces, en la alegoría de una nueva cultura, allí donde el cuerpo aporta a la experiencia espiritual un nuevo lenguaje, pues: "La vida del cuerpo deviene, en efecto, la alegoría (el teatro) de la vida espiritual. Es la corriente que se califica de ?psicológica?. Un lenguaje escrito en términos de enfermedades, de levitaciones, de visiones, de olores, etc., es decir, en términos corporales, reemplaza el vocabulario ?espiritual? forjado por la tradición medieval. No es esto una decadencia, sino otra situación de la experiencia cristiana"(16); por eso, no es extraño encontrar en el manuscrito que en vez de revelaciones se hable de visiones, porque es algo que comenzaba a cambiar y que permitiría la transición del discurso místico al discurso científico, pues con el término visión se comenzaba a nombrar algo que luego sería definido como ?alucinación?.
En segundo lugar, hay un desplazamiento de una estructura bipolar que siempre gobernó a la sociedad religiosa: Dios y el diablo, o la Iglesia y lo que no era la Iglesia, como el infiel, el ateo, el herético, o el mundo; ahora, el puesto de los ateos, será colmado por los alumbrados o los seres espirituales, los protestantes o los católicos jansenistas o jesuitas, o por los teístas; la frontera retrocede y en ese desplazamiento cede la estructura bipolar y tiene que renunciar a su rigidez para ver en toda esta diversidad, manifestaciones diferentes de la fe, nuevas modalidades del cristianismo. Por ello Haizmann es escuchado, en vez de quemársele se acude a curarlo con la plegaria y la palabra para ahuyentar al demonio y curar al enfermo. Esa transformación de la bipolaridad explica por qué la figura del diablo fue perdiendo brillo cada vez más, a través de los siglos siguientes, hasta el abandono, que, como dice Valéry, es un ?pobre diablo?.

En cuanto a la estructura de las prácticas religiosas puede observarse la concepción que se tenía de ellas en el siglo XVII a través del "ateísmo", la brujería y la mística. El ateo del siglo XVII en realidad es el "libertino" del XVIII. Pero el libertino erudito hace parte de una corriente que se desarrolla en Europa en el segundo tercio del siglo XVII, en ella se promulga una moral sin religión, es uno de los síntomas contemporáneos del siglo XVII, por ello no es extraño que Christoph haya devenido de tiempo en tiempo un monje borracho. Esa corriente libertina está unida a la explotación de la brujería en los medios populares o a las posesiones diabólicas en las ciudades y a las "invasiones místicas"(17).
Una posesión demoníaca en nuestros días provocaría de inmediato la visita al psiquiatra o al psicoanalista en lugar de acudir al exorcista; sobre el tratamiento de los "lunáticos" la Biblia no arroja un tratamiento distinto al del endemoniado: la palabra, y hoy bajo la investidura del discurso científico, el poder de ésta continúa incólume. El ateísmo, la brujería, la mística y la ciencia fueron fenómenos simultáneos en el siglo XVII, y dan cuenta, los primeros, de la ineptitud de las iglesias para ser referentes que integraran la vida social; ellas no aportan al pensamiento o a la práctica el enunciado de leyes generales(18).

Al contrario, los elementos doctrinales se desarticulan; en los libertinos, por ejemplo, las conductas del saber ya no fueron solidarias de la razón unitaria cuya fe era el principio; en la brujería, los símbolos colectivos de pertenencia religiosa se desprenden de las iglesias para formar un léxico de una anti-sociedad; en los "espirituales" la experiencia personal atraviesa los itinerarios de biografías o psicologías extranjeras al lenguaje institucional y teológico. Hay una pérdida del objeto absoluto que se inscribe entre ateos, brujos y místicos y eso hace que la falla paterna en lo personal del pintor Haizmann, luego hermano Crisóstomo, sea contemporánea a una fractura en la idea del Dios Padre para que los hombres de toda una época pasaran del universo cerrado y poblado de demonios al universo infinito donde el Dios-Padre ?ha muerto?.


CITAS:

1. La palabra "Síntoma" es presentada por Corominas en su diccionario etimológico como tomado del latín tardío sympôma y este del griego sumpôma "coincidencia", derivado de "caer juntamente", "coincidir", y este de "caer". El Symptoma, en el "diccionario de Autoridades" está recogido como voz médica fundamentalmente, como señal preternatural (fuera o más allá de lo natural), o accidente, que sobreviene a alguna enfermedad, por la cual se puede formar juicio de su naturaleza o calidad.
2. En el libro de Isaías (14:12-14) la caída del rey de Babilonia se relata como la caída de una estrella (Lucifer); está claro que se trata de una copia literaria de la caída de Enlil; es el mismo procedimiento que se utiliza para describir la ruina de la ciudad como si fuese el hundimiento del Bel (Marduk) y Nebo (Isaías 46:1), pero, a fin de cuentas, ¿qué sabemos de este personaje que en Isaías se le llama Lucifer y en el libro de los Salmos se le llama Satán. Su nombre es significativo. La etimología de la palabra hebrea satan (y de su doble satam) es dudosa; pero su uso está claro. El verbo debe significar ?obstaculizar?, como el ángel de Yahvé que cierra el paso de Balaam y se opone a sus maleficios. Esta hostilidad puede manifestarse en la guerra; pero más frecuentemente en un tribunal, en el que satan es el acusador, el calumniador, el diabolos. Cfr., Salmos, 109, En el libro de Job, la cuestión es mucho más clara para nuestros fines: de acusador malévolo, Satán pasa a ser el tentador. Tiene a sus órdenes todos los demonios y enfermedades del desierto; llega hasta el extremo de involucrar en su juego a la misma mujer de Job, aunque no obtiene la blasfemia esperada, que pondría a Job en sus manos y lo enviaría a la muerte.
3. Además de que sufría la negligencia de quienes se les confiaba el cuidad de su alma, la población, sobre todo las masas rurales, sólo tenía la posibilidad de adquirir una ciencia religiosa embrionaria. La ausencia de cultura obligaba a la enseñanza verbal. Hacia mediados del siglo XVI, el Gran catéchisme de Canisius se difundió en Europa central y por un edicto de Felipe II se convirtió en obligatorio. En esta obra, la exposición de la doctrina pone de relieve el papel de los demonios en lucha contra Dios y nos hace ver cómo es el tentador por excelencia y la causa de todos los males de este mundo.
4. La revolución renacentista había colocado al hombre en el centro de las reflexiones filosóficas y culturales renovando desde las perspectivas epocales la antigua idea de Protágoras. Pero el sentido de este humanismo se diversifica de tal modo que llega a volverse problemática su definición. En algunos casos, antiguos principios de la teología cristiana fueron traídos a un primer plano y reinterpretados en un sentido naturalista. El Renacimiento conservó y cultivó la dimensión trascendente del hombre pero también acentuó el terrenal, al que la Edad Media, sobre todo tardía, había apelado, pero de forma no predominante. En otros casos, ideas de la filosofía antigua, conservadas a lo largo de la Edad Media en función de la teología, volvieron a considerarse de forma independiente. Un ejemplo sería la relación de identidad entre macrocosmos y microcosmos que sitúa al hombre a medio camino entre la naturaleza y lo trascendente. A partir de este punto de vista, surgirían dificultades a la hora de valorar como posiciones humanistas las doctrinas de figuras relevantes de la época que vieron con recelo o criticaron abiertamente la herencia de la Antigüedad greco-romana, fuesen sus posturas más o menos radicales. Un ejemplo fue Martín Lutero en comparación con Philipp Melanchthon, cuyas ideas repercutirían con fuerza en la tradición protestante en general--pensemos en Comenius--y en la alemana en especial, hasta Leibniz. Pues no sólo se trataba de establecer una concepción teológica acerca del hombre, sino de esclarecer si el núcleo del Cristianismo, proveniente de la tradición judía, podía realmente entroncar con la herencia del paganismo, con las consiguientes implicaciones morales y simbólicas.

5. Lucien Febvre, Le problème de l? incroyance au XVIe siècle, Albin Michel, París, 1988, p. 411. En genereal todas las citas provienen de este libro.
6. Idem.
7. Robert Muchembled, Historia del diablo. Siglos XII-XX, Ed., Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2002
8. Sigmund Freud, Obras Completas, vol. V, p. 337 y sigs.
9. Sigmund Freud, « Phantasie und Mythos » en Psychoanalystiches Jahrbuch, 2, 1910, p. 392.
10. Ernest Jones, Der Alptraum in seiner Beziehung zu gewissen Formen des mittelalterlichen Aberglaubens, n. XIV de Schriften zur angesandten Seelenkude, XII, Fotocopia de los Anales de 1912.
11. Sabemos que un bibliotecario, Payer-Thurn, llamó la atención de Freud sobre un manuscrito que narraba la historia de un pintor del siglo XVII poseído por el diablo y después liberado. (Los documentos estudiados por Freud y conservados en Viena, provenientes del santuario de Mariazell en Carninzia, y que fueron publicados por I. Marcalpine y R. H. Hunter en 1956).
12. Sigmund Freud, Obras Completas, vol. V, p. 341.
13. Cfr. Italo Mereu, Historia de la intolerancia en Europa, trad., Rosa Rius y Pere Salvat, Paidós, Ibérica, Barcelona, 2003, passim. Como nota curiosa, resulta interesante señalar que a un mes de publicado este libro el papa Wojtyla declaraba reabierto el proceso a Galileo y pidió perdón por los humillantes sufrimientos inflingidos por la Iglesia al científico y por haberlo obligado a abjurar de su afirmación para declararse ptolomeico. Con ello se demostraba la intolerancia y la persecución que la Igesia llevó a cabo en contra del avance científico y, del proyecto de la modernidad.naciente.
14. Sigmund Freud, Obras Completas, vol. V, p. 357.
15. Michel de Certau, L?écriture de l? histoire, "L?invension du pensable, l?histoire religieuse du XVIIe siècle", Gallimard, París, 1975, P. 144.
16. Ibídem, p.175.
17. Ibídem, p. 160.
18. Cfr., Ibídem., p. 170 y sigs.





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