Al otro, a Borges

Por VLADY KOCIANCICH

Publicado el: 2001-10-23

    


EL FAMOSO ESCRITOR CUBANO RECUERDA, DE MANERA DESOPILANTE, LAS OCASIONES EN QUE SE ENCONTRO CON EL AUTOR DE "FICCIONES". ADEMAS IMAGINA A BORGES EN UN EXTRAñO PARAISO EN EL QUE RECUPERA LA VISTA.

 

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Al otro, a Borges, era a quien le ocurrían las cosas. Yo sólo las relato. A veces veía su nombre en un diccionario inglés: "Jorge Luis Borges: Born 1899, Argentinian poet and literary scholar". Caminaríamos luego por Londres y nos demoraremos ante una plaza que Borges no puede ya ver y le digo su nombre (el de la plaza, no el de Borges). Ahora Borges ha venido a ofrecer una serie de veladas literarias en el Central Hall de Westminster. Fue allí, en la primera charla, que, por fin, lo conocí personalmente. Ocurrió el jueves 13 de mayo de 1971. La fecha era memorable y para no olvidarla guardé el talón de los boletos. La sala estaba abarrotada esa noche, a pesar de que la entrada costaba una libra, que en ese tiempo era casi una libra de carne, 50 peniques para estudiantes. Inválidos de guerra gratis. Ciegos y sordomudos previa identificación. Así y todo se quedó gente en la calle que no pudo entrar pese a todas las pequeñas maniobras.

El público era el mayor que había visto el hall desde que Mark Twain diera sus famosas charlas de Londres a fines del siglo pasado. A Borges lo ayudaron hasta la silla en el podio. Tanteó con sus manos por el micrófono, abrió un reloj sin cristal en la esfera, "sintió" la hora y lo puso sobre el podio. Comenzó a hablar, con los ojos cerrados, la voz lenta y un débil dejo en un inglés que era, a la vez, como el conferenciante, levemente victoriano con un tenue tinte exótico en la pronunciación. Así comenzó su primera charla. Al final habría preguntas y respuestas mediante el procedimiento de escribir la pregunta en una tira de papel y esperar que fuera seleccionada por el maestro de ceremonias. Fue una velada de veras interesante. Pero más interesante fue la charla antes de la charla.

No me gusta visitar a los artistas (y la charla demostraría el actor que había perdido el teatro argentino con Borges poeta) en el camerino. Antes de la función porque los artistas están ansiosos, después porque están cansados. Pero Norman Thomas di Giovanni había insistido tanto en que visitara a Borges esa noche que decidí aceptar la invitación. Di Giovanni era el traductor de Borges y entonces una suerte de apoderado (en todo caso se apoderó de Borges durante toda la visita). Cuando entré al camerino, Borges estaba apoyado en su grueso bastón escocés y sentado ante una mesa: tenía frente a sí una botella de brandy a medias y un vaso lleno. Pensé que Di Giovanni se fortalecía antes de apoderarse del público. Pero mi curiosidad se volvió asombro al ver a Borges tomar el vaso de cognac firmemente y apurarlo de un trago. Nunca hubiera creído que Borges, tan moderado en todo, bebía. Di Giovanni me explicó que era por el miedo escénico, pero antes del trago (y después) Borges parecía tan inmutable como la esfinge. Se veía que tenía secretos y un secretario.

El público y la noche fueron de Borges. Al final el salón, lleno no sólo de espectadores sino de críticos, de escritores y hasta de editores, se volcó hacia el poeta ciego. "Nuestro Milton, nuestro Homero", dijo la prensa al día siguiente. Entre el público vi a varios técnicos de cine y entre ellos me encontré con Sandy Lieberson, productor, que me informó que rodaban una película con Borges. La dirigiría Nicholas Roeg, que también estaba allí. Una vez regalé un libro por Navidad a una agente de prensa americana que vivía en Londres. Se llama Carolyn Pfeiffer, y ahora, de regreso a Hollywood, se ha convertido en productora. Carolyn era muy amiga de Roeg y le prestó el libro que yo le regalé a ella. Era la Antología personal. El tomo y su cubierta fueron a parar a la escena final culminante de Performance, que Lieberson produjo y Roeg dirigió. Esa visión del escritor ciego era la última imagen y el leitmotiv del filme. Borges, el más victoriano de los escritores, sirvió para ilustrar la película más decadente de entonces. Al mismo tiempo Borges se había vuelto un ícono del Swinging London. íQuién lo hubiera dicho! A la otra noche fuimos Miriam Gómez y yo a cenar a su hotel. Estaban Di Giovanni, su esposa y una mujer misteriosa, callada y exóticamente bella. Era María Kodama, que ya acompañaba a Borges pero de lejos. El hotel era el Browns, un viejo hotel de Londres, pero como entrante Borges me dijo casi en confidencia: "Usted sabe, Stevenson se hospedaba aquí cada vez que venía a Londres". Luego hablamos de cine, de mi viaje a ver a Mae West, y Borges enseguida mostró su imitación de Mae West, con su Come up and see me sometime, en que Borges, que siempre aspiró a malevo, acentuaba la vulgaridad de la West, de la que ella era una virtuosa.

Decidimos caminar hasta Berkeley Square, la antigua plaza londinense que en Borges evocaba al filósofo irlandés que sostiene que los objetos existen sólo cuando los percibimos. Yendo hacia la plaza, con Miriam Gómez y Di Giovanni caminando delante, se me ocurrió que Borges no era un ciego verdadero, que su ceguera era para emular mejor a Milton y a Homero. Decidí poner a prueba la visión del argentino. Las calles que rodean a Berkeley Square traen un tráfico veloz, aun tarde en la noche, casi todo compuesto por taxistas ávidos en busca de trabajo a la salida del teatro. Llevé a Borges hasta el medio de la calle y lo dejé allí con un pretexto ad hoc. Vi los taxis venir, eludir a Borges apenas y seguir raudos. Borges no se inmutaba. Seguramente que, discípulo de Berkeley, los taxis no le concernían porque no existían al no verlos. Corrí a llevar a Borges a un sitio seguro y ni siquiera mencionó mi ausencia. Pero luego, de regreso al hotel, me señaló la línea amarilla junto al contén y me dijo: "Usted sabe, yo no veo nada ya. Solamente el color amarillo me es fiel. Esa raya que está ahí es lo único que veo de la calle". ¿Por qué me decía esto Borges de pronto? ¿Se habría dado cuenta de mi ar gucia? ¿O habría habido un taxi de color amarillo que le pasó de cerca y decidió hacer que no lo vio? Borges era, como se dice en sus cuentos, muy matrero.

Vi a Borges otras veces, sobre todo en Santander, donde fue a recibir la cruz de Isabel la Católica y estuve en un panel con él y con Emir Monegal, su crítico y biógrafo, y Juan Cueto. Esa ocasión prefiero que la cuente Cueto del modo maestro que lo hace a menudo. Ahí, años más tarde, observé dos cosas en María Kodama. Había pasado a ser el centro de la vida diaria (y nocturna) de Borges y su pelo había encanecido y le caía en una suave cascada blanca. María Kodama, en el verano de Santander, mostraba formas que no eran nada japonesas. Pero todavía se parecía a la dama fantasma de Ugetsu. Era de veras hermética.

La última vez que vi a Borges fue de nuevo en Londres, ciudad que le atraía por razones estrictamente literarias, ya que no podía apreciar la arquitectura ni ver la niebla. Tal vez Borges viviera en un Londres interior con su propia niebla. En todo caso fue traído a Inglaterra por una asociación angloargentina que quería disipar las tensiones que habían creado entre Inglaterra y Argentina la guerra de las Malvinas. Después de un cóctel confuso (en los bajos los indios daban una bienvenida de saris y turbantes a un visitante hindú, arriba Borges era celebrado por ser argentino por los ingleses mientras los angloargentinos no sabían dónde estar) fuimos a cenar, entre todos los restaurantes de Londres, al hotel Browns. Ya había notado en Santander que Borges daba traspiés mentales. Esa noche resbaló en una de sus citas. Al llegar al hotel, todavía en la calle, le recordé lo que nadie tal vez recordara. "Borges -le dije-, ¿recuerda que a este hotel venía Stevenson cada vez que visitaba Londres?". Me miró asombrado y me dijo: "No me diga. No lo sabía. Gracias por dejármelo saber". No le dije, claro, que era él quien me había contado esa historia. Pero al entrar al restaurante tomó del brazo a uno de los dos angloargentinos que me acompañaban, mientras el otro escoltaba a María Kodama, cada vez más inescrutable, y oí cómo Borges le decía a su acompañante: "¿Usted sabía que Stevenson cuando visitaba Londres venía a este hotel?". El angloargentino movió su cabeza en ignorancia absoluta. Fue entonces que Borges compuso su mejor bocadillo: "Me lo acaban de decir ahí afuera".

Pero luego esa noche Borges estuvo de veras brillante. Hablamos de cine y, por supuesto, de literatura. Comía y hablaba con fruición mostrando interés en la comida, cosa rara, y en la conversación, como siempre. Conversamos sobre las versiones de Stevenson que ofrece el cine, sobre todo de Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Le hablé de la primera versión que conocí, con Fredric March y Myriam Hopkins. Borges se deleitó y creí que era con Stevenson. Craso error. "íAh, Myriam Hopkins! Era una bella mujer. Lo que tenía era el cuello muy ancho, ¿no le parece?". Nunca se me habría ocurrido. Después hablamos de Flann OBrien, cuya mejor novela, At Swim-Two-Birds, había yo recomendado a varios editores españoles sin éxito. "Muy interesante novela", me dijo Borges. "¿Usted sabe qu Color e yo le hice una crítica en el año en que salió, 1939? La publicaron en la revista El hogar y me pagaron 25 pesos argentinos por ella". Borges se rió como el que ríe la última risa.



Decidí en ese momento traer a colación en la colación un tema que, según Monegal y el poeta escocés Alastair Reid, traductor de Borges, era como una colisión. Hablé del premio Nobel que nunca ganaría. Le pregunté a Borges directamente: "Borges, ¿por qué le importa tanto ganar el Premio Nobel? De todos los escritores que escriben en español es usted el único que será leído dentro de cien años. Ya tiene ganada la inmortalidad". Borges se sonrió: "Soy más bien uno de los Inmortales de Swift". Se refería a los viejos que vivían para siempre en Gulliver. "Pero a usted no le interesa para nada el dinero". Borges me miró con esos ojos que no veían más que las rayas amarillas en el asfalto y se sonrió un poco. Cuando habló había un aire pícaro en su voz: "En cuanto al dinero, no crea, ayuda", y disolvió la revelación en una carcajada de sus grandes dientes postizos. Todos, por supuesto, nos reímos. Borges era, como los indios de la pampa, un contradictorio.



Ese contradictorio debe de estar ya en el cielo de los escritores. Lo espera Emir Monegal, que ya lo esperaba desde el año pasado. "Tenga cuidado, Borges -dirá Monegal-, con esa nube que no está muy segura". Borges lo miraría impaciente todavía sin verlo, movería su bastón celeste en la dirección general de la Puerta Perlada y preguntaría impaciente: "Dígame, Monegal, ¿ya encontró la biblioteca? Babel no debe de estar lejos".



Monegal hubiera querido tener la última palabra, pero sabía que debía dejarla a Borges. El argentino buscaba una raya amarilla entre las nubes y, al no encontrarla, levantó los ojos de nubes entre las nubes y comprobó que podía ver: "íPor fin, Señor, puedo ver! íPuedo ver!". Miró por encima de Monegal y más allá de las nubes y entre las nubes y vio que el infierno tan temido era en realidad el cielo, todo lleno de nubes: campos de nubes para siempre. Todo estaba hecho de nubes, aun Monegal era como una nube. Borges abrió la boca como para respirar bocanadas de nube, pero, argentino que era, exclamó: "íPero, che!"



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