EL FIN DEL NEOLIBERALISMO

Jorge Devincenzi

Publicado el: 27/10/08

    



La estrepitosa quiebra de Wall Street puso en jaque al Pensamiento único. Millones de personas que hasta ahora creían en la absoluta libertad de mercados, corren a ponerse bajo el amparo del Estado.

Si el valor del dinero argentino siguiera amarrado a los préstamos bancarios de la convertibilidad, estaríamos en el centro del caos.


 

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EL FIN DEL NEOLIBERALISMO

La cadena de la felicidad

Jorge Devincenzi
Revista Zoom
16 de octubre de 2008

La estrepitosa quiebra de Wall Street puso en jaque al Pensamiento único. Millones de personas que hasta ahora creían en la absoluta libertad de mercados, corren a ponerse bajo el amparo del Estado.

Si el valor del dinero argentino siguiera amarrado a los préstamos bancarios de la convertibilidad, estaríamos en el centro del caos.


Pero la historia no se resuelve en instantes sino en años, décadas y siglos.

La crisis argentina de 2001 puso en evidencia que las recetas neoliberales eran inviables, aunque se la minimizó como efecto no deseado de un modelo básicamente correcto. Como el faro ideológico del Norte continuaba destellando con un vigor ficticio, los amuletos neoliberales siguieron ejerciendo su magia. Recién ahora advertimos que si el valor del dinero argentino siguiera amarrado a los préstamos bancarios de la convertibilidad, aquí estaríamos en el centro del caos.

Seis años más tarde de que estallara el modelo de apropiación vigente desde 1976, basado en una tasa de interés en dólares más alta que la de los Estados Unidos, el 60% de los votantes porteños votó a Mauricio Macri, quien proponía más de lo mismo. Meses después, amplios sectores medios de todo el país se pusieron del lado de los traficantes sojeros para sostener que el Estado Nacional no debía apropiarse de parte de la renta extraordinaria que generaba la especulación financiera en los commodities.

De ese modo, los mismos banqueros que hoy dependen del salvataje de la Reserva Federal de EEUU, o en otras palabras que ahora están exigiendo intervención estatal para salvarse ellos, celebraban los cortes de ruta en la lejana Argentina porque contribuían a alimentar la especulación en Chicago.

Luego, cuando ya no podía esconderse lo evidente, los gurúes locales explicaron que la crisis no golpearía tanto al país por los errores cometidos desde 2003, como por ejemplo, dejar flotar libremente el peso.

Como ciegos, millones y millones de personas que hasta ahora creían en la absoluta libertad de mercados, corren a ponerse bajo el amparo del Estado y compran bonos en dólares con tasa de interés negativa, inferior a la inflación de Estados Unidos, lo que constituye la negación del propio capitalismo.

Ahora habrá que ponerse a discutir de qué intervención estatal estamos hablando, porque si hay que generalizar las pérdidas, entonces democraticemos las ganancias.

El dinero es la joya más preciada del sistema capitalista.

Un tubo de pasta dentífrica produce una acotada cuota de satisfacción: tiene agradable sabor a mentol y disimula el aliento pesado o inmundo. La satisfacción se evapora rápidamente y se la renueva a diario. Si durara 365 días no sería políticamente correcto.

El automóvil otorga deleites más complejos y duraderos: un motor potente permite dejar atrás a la gilada; al volante, consigues el favor inmediato de las mejores chicas, esas de aspecto nutricio aunque hoy en día no se sabe; y si lo lavas con tus manguera el domingo en la puerta de tu casa, los vecinos te envidiarán creyéndote un actor de reparto.
Lo malo de la inseguridad es que el automóvil, ese oscuro objeto de deseo, puede terminar en un desarmadero de la calle Warnes.

El dentífrico y el auto no se reproducen, no tienen la capacidad de engendrar tubitos y autitos.

El dinero sí se multiplica: por aquello del interés simple y compuesto, y el multiplicador bancario, el dinero crea más dinero de una condición similar y homogénea, como las bacterias. Por eso es la mejor entre todas las mercancías inventadas por la civilización. Hoy en día, ni siquiera es imprescindible emitirlo.

Bubble no es google

Se habla de burbujas (bubble) financieras, pero no hay burbujas de dentífrico.

Las hubo en el pasado, cuando en la economía del librecambio parecía regir la ley de Say, según la cual toda oferta generaba su demanda, lo que provocaba los ciclos de crisis por acumulación de stocks. Pero los stocks de dentífricos eran reales, estaban depositados en algún lugar, aunque por una imprevista falta de demanda al momento no valían nada.

Ahora es el revés, y por vuelta doble: no solo se fomenta la demanda antes de poder ofrecer un nuevo producto; se inventa primero su necesidad, y de esa creación depende todo el sistema de producción, lo cual tiene un gran componente ilusorio. Si la gente no tuviera más necesidades insatisfechas, el mundo se derrumbaría.

Las burbujas financieras se producen por un dinero que no existe, es decir, basado en eventuales ganancias futuras.

Por el avance tecnológico, hoy en día producir ha perdido gran parte de su dificultad y atractivo. Es más, resulta muy barato producir, y como sucedió en el Imperio Romano con la actividad militar considerada vil para los originarios de la metrópoli, la producción se deslocaliza, se traslada a las inmediaciones bárbaras. Además se ha convencido a la gente que el trabajo, ahora otro de los costos, no vale mucho, y el costo ideal de toda mercancía es igual a cero.

El componente ilusorio de la producción ha puesto en primer plano lo intangible. Así, la marca Coca Cola vale muchísimo más que todas las plantas de embotellado existentes, incluyendo producción, maquinaria, inmuebles, distribución y todos quienes trabajan en las mismas.

El capitalismo financiero dominante también invierte en todo tipo de actividades, controlándolas, of course.

El 18% del Grupo Clarín es propiedad de Goldman Sachs, recientemente adquirido vaya uno a saber por quién. Es más, nunca supimos quiénes son o fueron los señores Goldman y Sachs, o si existieron.

El dominio financiero es una especie de control remoto al que es difícil seguirle la pista: una empresa es controlada por otra que a su vez lo es por una tercera que a su vez lo es por una cuartaâ?¦ y así hasta el infinito, lo que habilita toda clase de hipótesis paranoica: desde la Sinarquía Internacional hasta Los Protocolos de los Sabios de Sión.

Este componente ilusorio es constitutivo de la burguesía, que ha creado el mundo a su imagen de dominio ilusorio del mundo, de la vida, la muerte, el sistema solar, el universo, los mercados, los consumidores, países, regiones, reservas.

No hay lugar ni espacio al que no llegue esa necesidad de dominio y control, que incluye ahora (nuevo nicho de mercado) la privacidad, lo instintivo, lo secreto de cada persona, todo ello convenientemente gestionado por la industria cultural.

El dinero es la mercancía producida por el sistema bancario. Si el banquero se limitara a prestar cien pesos y recibir luego esos cien pesos más un interés, el negocio bancario no conmovería a nadie.

El secreto es que cuanto mayor es la velocidad de circulación del dinero, más son las posibilidades de prestar no una sino varias veces el dinero depositado en sus cofres acorazados.

El bluff de Wall Street se armó con una nueva ilusión diseñada entre algunos cuantos ejecutivos de empresas dedicadas a la especulación.

Basado en la codicia de los consumidores, y luego en una necesidad artificial, consistía en ofrecer dinero para la compra de propiedades en áreas de desarrollo inmobiliario urbano que, se decía, subirían su precio astronómicamente. Tal sería esa revaluación, que el prestador ni siquiera necesitaba cobrar interés por ello. En efecto, la tasa era cero o cercana a cero. Tal liberalidad permitía atreverse a imaginar una segunda hipoteca.

El negocio consistía en poner en un mismo paquete al sistema bancario con la industria de la construcción, transporte, educación privada, espectáculos, servicios públicos, etc., que, en una sinergia proactiva, coincidirían en revaluar esas propiedades. Primero en el territorio de Estados Unidos, luego por Europa y por fin, en todo el mundo ancho y ajeno.

Claro que para prestar, el banquero debía tener un capital. Pero no lo tenía, o mejor, tenía un pequeño capital para pagar a los creativos que diseñaran la nueva necesidad, campañas de marketing, una sede que creara la ilusión de seriedad, etc. El resto lo conseguía emitiendo bonos que se ubicaban en las Bolsas y en bancos de inversión. Para que los bancos de inversión accedieran, el valor de esos bonos era el atractivo ilusorio de una ganancia formidable. Esos bancos tampoco tenían todos los fondos, de modo que revendían los bonos a otros inversionistas, grandes y chicos, individuos y banqueros, de donde recibían otra parte de la vaquita; y estos a terceros, cuartos y quintos. Así, poco a poco, se iba armando la cadena de la felicidad universal. Sería una ilusión, pero al menos todo estaba bajo control.

Sin embargo, algo falló.

Los deudores perdían su capacidad de pago por retracción de la industria automotriz debido a la competencia japonesa, los inmuebles no se revaluaban, los excesos de oferta combinados con escasez de demanda terminaban bajando los precios, los consumidores reducían su consumo ante la cercanía de las elecciones.

El cuento del tío, como el de la lecherita, acabó derramándose en el pavimento de la calle Wall Street.






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